¡Cristo contra las religiones o junto a las religiones! Febrero de 2021, Diócesis de Querétaro Pbro. Lic. Benito Galván Rivera
Introducción
En el capítulo octavo de la encíclica Fratelli tutti, recientemente publicada por el papa Francisco, se nos habla de las religiones al servicio de la fraternidad humana. Aunque la encíclica es de carácter social[1] y en ese contexto debe ser interpretada, sin embargo hay cuestiones propiamente teológicas que se relacionan directamente con el carácter salvífico que las religiones suponen, o por lo menos en lo que al cristianismo se refiere. Es de nuestro interés poner de manifiesto tales cuestiones, trayendo a la memoria el documento El Cristianismo y las religiones, publicado por la Comisión Teológica Internacional en el año de 1996 y que nos servirá de guía para esta reflexión; en este documento la Comisión aborda con profundidad teológica la cuestión de las relaciones entre las religiones, así como la necesidad del encuentro y del diálogo interreligioso. La importancia de lo religioso, dice el documento, “así como los crecientes encuentros entre los hombres y las culturas hacen necesario el diálogo interrreligioso, en vista de los problemas y necesidades que afectan a la humanidad, para la iluminación del sentido de la vida y para una acción común en favor de la paz y de la justicia en el mundo”[2].
En esta línea, el Papa inicia el capítulo octavo afirmando que “las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona humana como criatura llamada a ser hijo o hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad” (FT, 271). Y puntualiza, diciendo que “el diálogo entre personas de distintas religiones no se hace meramente por diplomacia, amabilidad o tolerancia; el objetivo del diálogo –dice, citando a los obispos de India- es establecer amistad, paz, armonía y compartir valores y experiencias morales y espirituales en un espíritu de verdad y amor” (FT, 271). Solamente así será posible reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras, que es precisamente el deseo del Papa, quien escribe, como él mismo dice, desde sus convicciones cristianas pero con la intención de que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad (Cfr. FT, 6), a las que llama a soñar juntos “como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (FT, 8).
Iluminados por el magisterio de la Comisión Teológica Internacional, que trata el asunto a profundidad, es de nuestro interés ahondar en el tema para poner de manifiesto las implicaciones, límites y consecuencias que conlleva el compromiso del encuentro y consiguiente diálogo entre las religiones, del cual el cristianismo no queda ni puede quedar al margen. ¿En qué sentido y en qué medida estarían el cristianismo y las demás religiones al servicio de la fraternidad y de la justicia en la sociedad? ¿Es posible un diálogo auténtico del cristianismo, y en concreto de la Iglesia católica, con las demás religiones a partir de su estatuto teológico? ¿Cómo entrar en un diálogo interreligioso, respetando todas las religiones y sin considerarlas de antemano como imperfectas e inferiores, si reconocemos en Jesucristo y sólo en él el Salvador único y universal de la humanidad?
Estas cuestiones no son para nada, como podría pensarse, cuestiones técnicas reservadas al especialista en religión o teología de las religiones; se trata más bien de puntos fundamentales al momento de hablar del diálogo y la solidaridad entre cristianos y no cristianos, tales como la mediación salvífica de Jesucristo en relación con las demás religiones; el carácter universal de la revelación por medio de la cual se nos ha comunicado la verdad en Cristo; la universalidad del Espíritu Santo en relación a la economía de Cristo y el papel de la Iglesia como sacramento universal de salvación de donde deriva su vocación a la fraternidad universal.
Cristo y las religiones
Ya la Comisión Teológica Internacional había advertido del problema que supone el planteamiento de Jesucristo como único salvador del mundo para las demás religiones. Se pregunta la comisión ¿las mediaciones salvíficas de las demás religiones son mediaciones salvíficas autónomas o es la salvación de Jesucristo la que en ellas se realiza? En el intento de dar respuesta a este planteamiento, se ha clasificado de muchas maneras las diferentes posiciones teológicas: “Cristo contra las religiones, en las religiones, por encima de las religiones, junto a las religiones. Universo eclesiocéntrico o cristología exclusiva; universo cristocéntrico o cristología inclusiva; universo teocéntrico con una cristología normativa; universo teocéntrico con una cristología no normativa. Algunos teólogos adoptan la división tripartita, exclusivismo, inclusivismo, pluralismo, que se presenta como paralela a otra: eclesiocentrismo, cristocentrismo, teocentrismo”[3].
Esta diversidad de posturas teológicas nos muestra la seriedad del asunto en el sentido de que una postura excluye inevitablemente a la otra; veamos cada una de ellas con el fin de delimitar los escenarios posibles en que se puede y se debe dar este diálogo, así como establecer los límites que este conlleva[4]:
El eclesiocentrismo exclusivista, fruto de un determinado sistema teológico, o de una comprensión errada de la frase “Extra ecclesiam nulla salus”, no es defendido ya por los teólogos católicos, después de las claras afirmaciones de Pío XII y del Concilio Vaticano II sobre la posibilidad de salvación para quienes no pertenecen visiblemente a la Iglesia.
El cristocentrismo acepta que la salvación pueda acontecer en las religiones, pero les niega una autonomía salvífica debido a la unicidad y a la universalidad de la salvación de Jesucristo. Esta postura procura conciliar la voluntad salvífica de Dios con el hecho de que todo hombre se realiza como tal dentro de una tradición cultural, que tiene en la religión respectiva su expresión más elevada y su fundamentación última. Esta es la opción que hace el Concilio Vaticano II cuando habla de la mediación participada de las demás religiones: “la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única” (LG 62). Profundizando en esta misma línea y resaltando la centralidad de Cristo, el Papa Juan Pablo II manifestó que “aún cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, estas, sin embargo, cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias” (RM, 5). En ese sentido, como veremos más adelante, Cristo es irrenunciable por su especificidad e irrepetibilidad.
El teocentrismo por su parte, pretende ser una superación del cristocentrismo, un cambio de paradigma, una revolución copernicana. Esta postura trata de reconocer las riquezas de las religiones y el testimonio moral de sus miembros, y, en última instancia pretende facilitar la unión de todas las religiones para un trabajo conjunto por la paz y por la justicia en el mundo. El “soteriocentrismo” radicaliza todavía más la posición teocéntrica, pues tiene menos interés en la cuestión sobre Jesucristo y todo lo que de él se deriva (ortodoxia) y más en el compromiso efectivo de cada religión con la humanidad que sufre (ortopraxis). De este modo el valor de las religiones, incluyendo el cristianismo, está en promover el Reino, la salvación, el bienestar de la humanidad; así que la fraternidad humana como valor supremo estaría más allá de todo sistema de creencias, incluyendo la fe católica[5].
La cuestión teológica
El teocentrismo, como revolución copernicana, va más allá de una valoración positiva de las religiones y en ese sentido es un peligro ruinoso para la fe cristiana pues no solamente considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir en las demás religiones, así como sus preceptos y doctrinas, sino que se olvida de la “obligación de anunciar sin cesar a Cristo, que es camino, verdad y vida (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas” (NA, 2). Esta sobrevaloración de las religiones se debe, como hizo notar en su momento el papa Benedicto XVI, al hecho de que desde el mismo documento conciliar Nostra Aetate “se habla de las religiones solo de un modo positivo, ignorando los aspectos enfermizos y distorsionados de la religión”[6]. Es de nuestro interés poner de manifiesto los peligros que implica esta opción que, como veremos, atenta directamente contra el carácter universal de la Revelación y la unicidad de la mediación salvífica de Jesucristo. Como dice el Papa Francisco “no se trata de que todos seamos más light” (FT, 282), o de que relativicemos el Evangelio de Jesucristo viéndolo como una fuente más entre muchas.
La posición pluralista (teocéntrica), como cambio de paradigma, pretende eliminar del cristianismo cualquier pretensión de exclusividad o superioridad con relación a las otras religiones. Para ello debe afirmar que la realidad última de las diversas religiones es idéntica, y, a la vez, relativizar la concepción cristiana de Dios en lo que tiene de dogmático y vinculante. Nos encontramos en el punto capital del asunto, donde esta postura apuesta por la experiencia religiosa como experiencia auténticamente trascendental, no exclusiva de la Revelación dada en Cristo de modo pleno y definitivo. De este modo distingue a Dios en sí mismo, inaccesible al hombre, y a Dios manifestado en la experiencia humana. Las imágenes de Dios son constituidas por la experiencia de la trascendencia y por el contexto sociocultural respectivo. Como consecuencia de ello, ninguna de las representaciones personales de la divinidad puede considerarse exclusiva. De ahí se sigue que todas las religiones son relativas, no en cuanto apuntan hacia el Absoluto, sino en sus expresiones y en sus silencios. Puesto que hay un único Dios y un mismo plan salvífico para la humanidad, las expresiones religiosas están ordenadas las unas a las otras y son complementarias entre sí. Siendo el misterio universalmente activo y presente, ninguna de sus manifestaciones, incluyendo la cristiana, puede pretender ser la última y definitiva. De este modo la cuestión de Dios se halla en íntima conexión con la de la revelación[7].
Se trata de la especificidad e irrepetibilidad de la revelación divina en Jesucristo, en quien sólo se da la autocomunicación del Dios trino. Cristo es a la vez el mediador y plenitud de toda la revelación. Sin este fundamento el concepto teológico de revelación pierde su esencia y se confunde con el de la fenomenología religiosa (religiones de revelación, aquellas que se consideran fundadas en una revelación divina); lo cual no puede ser, pues la primera da lugar a la fe teologal, mientras que la segunda se traduce en un sistema de creencias que brota del aspecto propiamente humano en que se ven envueltas las diversas religiones. Una distinción que no siempre es tenida en consideración. En otras palabras, por más pretensioso que resulte, el cristianismo como religión goza de un estatuto que la hace única, puesto que se basa en la cualidad única e irrepetible de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. De manera que el asunto es Cristológico y en consecuencia inevitablemente trinitario. Solamente en Cristo y en su Espíritu, Dios se ha dado completamente a los hombres; por consiguiente, solo cuando se da a conocer esta autocomunicación, se da la revelación de Dios en sentido pleno. La donación que Dios hace de sí mismo y su revelación son dos aspectos inseparables del acontecimiento de Jesús[8].
Por lo tanto, de frente a la postura revolucionaria del teocentrismo, que pretende relativizar a Cristo y reducir el acontecimiento de la Revelación a un sistema de creencias válido solo para los creyentes, hay que reafirmarse en la pretensión de unicidad, universalidad, exclusividad y superioridad de Cristo, único salvador del mundo y rechazar, como bien anota el Cardenal Gerhard Müller, el pluralismo religioso y el relativismo: “Un llamamiento a la fraternidad universal sin Cristo, el único y verdadero redentor de la humanidad -dice el Cardenal- nos llevaría a una tierra de nadie sin una teología de la revelación… La Iglesia del Dios trino no es, en modo alguno, una comunidad de personas que se adhieren a una expresión histórica de una religión humana universal”[9].
El debate cristológico
Otra de las cuestiones que derivan de esta opción teocéntrico-pluralista, además de la problemática teo-lógica arriba esbozada, es la cuestión cristológica, que abordaremos sobre todo, como hace la comisión teológica internacional, estudiando las consecuencias cristológicas de las posiciones teocéntricas. Ambas están íntimamente conexas.
Una de las consecuencias es el llamado “teocentrismo salvífico”, que acepta un pluralismo de mediaciones salvíficas legítimas y verdaderas. Dentro de esta posición, un grupo de teólogos atribuye a Jesucristo un valor normativo, ya que su persona y su vida revelan, del modo más claro y decisivo, el amor de Dios a los hombres. La dificultad mayor de esta concepción está en que no ofrece, ni hacia adentro ni hacia afuera del cristianismo, una fundamentación de esta normatividad que se atribuye a Jesús. Otro grupo de teólogos defiende un teo-centrismo salvífico con una cristología no normativa. Desvincular a Cristo de Dios priva al cristianismo de cualquier pretensión universalista de la salvación (y así se posibilitaría el diálogo auténtico con las religiones), pero implica tener que enfrentarse con la fe de la Iglesia y en concreto con el dogma de Calcedonia[10]. Siguiendo esta línea de pensamiento, la encarnación sería una expresión no objetiva, sino metafórica, poética, mitológica, que pretende sólo significar el amor de Dios que se encarna en hombres y mujeres cuyas vidas reflejan la acción de Dios. La consecuencia más importante de esta concepción es que Jesucristo no puede ser considerado el único y exclusivo mediador. Sólo para los cristianos es la forma humana de Dios, que posibilita adecuadamente el encuentro del hombre con Dios, aunque sin exclusividad. Es totus Deus, porque es el amor activo de Dios en esta tierra, pero no totum Dei, pues no agota en sí el amor de Dios. Podríamos decir también: totum Verbum, sed non totum Verbi. Siendo el Logos mayor que Jesús, puede encarnarse también en los fundadores de otras religiones[11].
Esta misma problemática, dice el documento, vuelve cuando se afirma que Jesús es Cristo, pero Cristo es más que Jesús. Esto facilita sobremanera la universalización de la acción del Logos en las religiones. Pero los textos neotestamentarios no conciben al Logos de Dios prescindiendo de Jesús. Otro modo de argumentar en esta misma línea consiste en atribuir al Espíritu Santo la acción salvífica universal de Dios, que no llevaría necesariamente a la fe en Jesucristo[12]. Antes de abordar esta cuestión conviene detenernos en lo que se ha llamado la teología de las semillas del Verbo, que es la cuestión de fondo en lo que al debate cristológico se refiere.
La teología de las semillas del Verbo, afirma que fuera de los límites de la Iglesia visible, y en concreto en las demás religiones, se pueden hallar semillas del Verbo; el motivo se combina con frecuencia con el de la luz que ilumina a todo hombre y con el de la preparación evangélica o también llamada expectactio creaturae o potentia obedentialis, que es esa capacidad natural que tiene el mundo y las religiones para abrirse a la gracia sobrenatural de Dios manifestada de modo pleno y definitivo en Jesucristo, Verbo eterno del Padre venido en la carne para la salvación del mundo[13].
Esta teología tiene una larga tradición en la Iglesia; ya los Santos Padres hablaban de ella. Veamos qué es lo que nos dicen al respecto. Para Justino, del Logos ha participado todo el género humano. Por ello desde siempre ha habido quien ha vivido de acuerdo con el Logos, y en ese sentido ha habido “cristianos”, aunque han tenido sólo el conocimiento según una parte del Logos seminal. Serían aquellos a quienes hoy se les denomina hombres y mujeres de buena voluntad, pero que estrictamente hablando no se pueden llamar cristianos, ni siquiera cuando se pone entre comillas a riesgo de romper el límite entre lo santo y lo profano, como hacen muchos teólogos que reconocen en el mundo una especie de cristianismo implícito mientras que la Iglesia sería no más que el cristianismo explicitado. Hay mucha diferencia entre la semilla de algo y la cosa misma. Pero, de todas maneras, la presencia parcial y seminal del Logos es don y gracia divina siempre y cuando sea preparación para acoger la plenitud de gracia que se perpetúa de modo sacramental en la Iglesia Católica, en la cual subsiste, como enseña el Concilio Vaticano II, la Iglesia de Cristo (LG, 8). Para Clemente Alejandrino el hombre es racional en cuanto participa de la razón verdadera que gobierna el universo, el Logos. Tiene acceso pleno a esta razón si se convierte y sigue a Jesús, el Logos encarnado. Con la encarnación el mundo se ha llenado de las semillas de salvación. Pero existe también una siembra divina desde el comienzo de los tiempos, que ha hecho que partes diversas de la verdad estén entre los griegos y entre los bárbaros, en especial en la filosofía considerada en su conjunto. Por su parte Ireneo no hace uso directamente de la idea de las semillas del Verbo. Pero subraya fuertemente que en todos los momentos de la historia el Logos ha estado junto a los hombres, los ha acompañado, en previsión de la encarnación; con ésta, trayéndose a sí mismo, Jesús ha traído toda la novedad. La salvación está ligada, por tanto, a la aparición de Jesús, aunque ésta hubiera sido ya anunciada y sus efectos de algún modo se hayan anticipado[14].
Una idea compatible con esta teología y que se repite con frecuencia en los Padres, es que el Hijo de Dios se ha unido a todo hombre, lo cual significa que con la naturaleza de la asunción humana el Hijo ha puesto sobre sus hombros la humanidad entera, para presentarla al Padre. Así se expresa Gregorio de Nisa cuando interpreta la parábola de la oveja perdida: “Esta oveja somos nosotros, los hombres… el Salvador toma sobre sus espaldas la oveja entera. Ya que se había perdido toda entera, toda entera es reconducida. El pastor la lleva en sus hombros, es decir, en su divinidad… Habiendo tomado sobre él esta oveja, la hace uno con él”. También Jn 1, 14: “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” se ha interpretado en no pocas ocasiones en el sentido de habitar “dentro de nosotros”, es decir, en el interior de cada hombre; del estar él en nosotros se pasa fácilmente a nuestro estar en él. No olvidan, sin embargo, los Padres que esta unión de los hombres en el cuerpo de Cristo se produce sobre todo en el bautismo y la Eucaristía. Pero la unión de todos en Cristo por su asunción de nuestra naturaleza constituye un presupuesto objetivo a partir del cual el creyente crece en la unión personal con Jesús[15].
No debemos ignorar, sin embargo, que la asunción humana del Hijo por la encarnación no realiza y no garantiza de facto la salvación. La encarnación misma se entiende como preparación a la pasión, muerte y resurrección del Señor; como el rato non consumato, que se realiza plenamente en el misterio pascual y que se personaliza sobre todo en los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía, donde se realiza la gracia sobrenatural que se distingue de lo meramente natural como son la razón, la imago Dei, el capax Dei, la expectactio creaturae, la preparación evangélica, los potentia obedentialis, etc. Sin esta distinción perdemos la capacidad de distinguir lo natural de lo sobrenatural, la gracia de la natura, lo divino de lo meramente humano, la preparación (semina) de la realización plena (Verbi). En última instancia sabemos que todo viene de Dios y en ese sentido todo tiene ese sello santo de los vestigia Trinitatis, pero Dios, en su infinita sabiduría ha querido distinguir lo natural como disposición a su gracia, que es siempre sobrenatural. Sin esta distinción perdemos el rumbo, nos salimos de la pedagogía divina que en su economía salvífica nos ha revelado el plan de salvación que como designio divino es único y permanente, es decir, no improvisado.
Para entender mejor la pedagogía divina, que por mucho es diferente a la lógica humana, conviene recordar cómo los 30 años de vida privada de Jesús en la intimidad de la familia de Nazaret, son preparación para los 3 años de ministerio y vida pública en la que Jesús obró signos y prodigios y predicó el Evangelio, y cómo estos años de ministerio fueron preparación para el acontecimiento pascual que culmina de modo definitivo con la resurrección acontecida al tercer día de su pasión y muerte y que son los misterios por los cuales Jesucristo ha obrado la redención. Analogando este principio cristológico, podemos comprender cómo todo lo humano; a saber, el trabajo, la familia, la técnica, la razón, la ciencia, incluso la religión que por ser elementos comunes a los hombres son de carácter universal, son una preparación para acoger la Verdad del Evangelio, que es el mismo Cristo, quien se manifestó públicamente y continúa manifestándose en su Iglesia como Hijo de Dios, Mesías venido en la carne para salvación de todos los hombres; estos están llamados a pasar por la puerta estrecha, que es el mismo Cristo, muerto y glorificado de una vez para siempre, quien nos llama a participar de esos misterios en la aceptación libre y personal de sus sacramentos por medio de los cuales nos da su gracia. En otras palabras, Jesucristo, el Logos hecho carne, por medio de su vida privada que se prolonga a lo largo de 30 años, en un ambiente familiar y propiamente humano, ha santificado todo cuanto hay de humano: la familia, la vida, el trabajo, la técnica, la inteligencia, la ciencia, la razón, la religión, etc. Pero no podemos ser ingenuos y pensar que ahí se encuentra la redención de nuestros pecados; esa por el contrario se realiza en la vida pública de Jesús; cuando inicia precisamente su ministerio por medio del cual ha instituido para nuestro bien los sacramentos, fuente de gracia y redención, que en ningún otro lado vamos a encontrar porque esa es la novedad del acontecimiento de Cristo, su gracia y su verdad (Jn 1,14), perpetuados de modo sacramental en su Iglesia, que es como un sacramento (LG, 1), es decir, signo e instrumento que significa y realiza la unión intima con Dios y la unidad de todo el género humano.
De toda la vida de Jesús resalta, como hacen los evangelios, el acontecimiento pascual que culmina la vida y obra del Verbo encarnado. Ahí, Jesús se enfrentó no con la soledad del hombre sino con la soledad y el abandono en primera persona; no con el sufrimiento de otros, sino con su propio sufrimiento; no con la muerte ajena, sino con la propia muerte. Esta es la puerta estrecha por la que todos los hombres debemos pasar sin excepción si queremos alcanzar redención. No hay otro camino, no hay otro nombre ante el cual debamos doblar la rodilla; no hay otra verdad, no hay otra vida. La respuesta universal al corazón inquieto del hombre que late en la diversidad de religiones, no puede ser otra que el Verbo encarnado, muerto y resucitado, el único en quien el corazón del hombre encontrará reposo y el alma redención.
Desde esta perspectiva el teocentrismo pluralista, como opción y respuesta al planteamiento de la mediación salvífica de Jesucristo en relación con las demás religiones, sería esa apuesta por la diversidad de religiones como expresión propiamente humana en la que de alguna manera se hace presente el Logos como preparación evangélica, al igual que la familia, la ciencia, la razón y la técnica, que como decíamos ya han sido santificados por el Verbo encarnado pero que necesitan abrirse a la plenitud de su gracia reconociendo que efectivamente el Logos se ha encarnado, ha padecido, ha muerto y ha resucitado en la persona de Jesucristo, Hijo eterno del Padre y Mesías venido en la carne para salvación de la humanidad. En ese sentido, Cristo es irrenunciable y el llamado cristocentrismo continúa siendo la opción y respuesta permanente también para este mundo pluralista, en el que la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, está llamada a perpetuar el acontecimiento pascual, que hace público y vigente el acontecimiento de Jesucristo, el cual es irrenunciable a precio de caer en apostasía[16].
La universalidad del Espíritu Santo
Otra de las cuestiones fundamentales, como ya advertíamos anteriormente, es la de la universalidad y novedad de la acción del Espíritu Santo que en muchas ocasiones se separa erróneamente de la economía de Cristo, como si éste actuara de modo paralelo a la persona de Jesús. A este respecto, la comisión teológica advierte que “la universalidad de la acción salvífica de Cristo no puede entenderse sin la acción universal del Espíritu Santo”[17]. Esta conexión estrecha entre el Espíritu y Cristo se manifiesta, sobre todo, en la unción de Jesús. Como dice Ireneo, “en el nombre de Cristo se sobreentiende el que unge, el que es ungido y la misma unción con que es ungido. El que unge es el Padre, el ungido es el Hijo, en el Espíritu que es la unción” (Adversus haereses, III, 18,3). Por tanto, la universalidad de la alianza del Espíritu es la de la alianza en Jesús. Él se ha ofrecido al Padre en virtud del Espíritu eterno (Heb 9,14), en el que ha sido ungido. Esta unción se extiende al Cristo total, a los cristianos ungidos por el Espíritu y a la Iglesia. Gregorio de Nisa, por ejemplo, ha expresado con una imagen profunda y bella: “la noción de unción sugiere… que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. De hecho, como entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite, ni la razón ni la sensación conocen intermediarios, igualmente es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu; por tanto el que está a punto de entrar en contacto con el Hijo mediante la fe, debe necesariamente entrar antes en contacto con el aceite. Ninguna parte carece del Espíritu Santo” (Adversus Macedonianos de Spiritu Sancto, 16). En ese sentido, el Cristo total incluye en cierto sentido a todo hombre, porque Cristo se ha unido a todos los hombres, llamados a la plenitud de su gracia[18].
Es conocida la formulación de Ireneo, que afirma la relación estrecha de la Iglesia con el Espíritu Santo, la cual se entiende como el lugar privilegiado de su acción santificadora. Dice Ireneo: “donde está el Espíritu del Señor, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia está el Espíritu del Señor y toda su gracia” (Adversus haereses, III, 24,1). Una idea que refuerza San Juan Crisóstomo cuando afirma: “Si el Espíritu Santo no estuviera presente no existiría la Iglesia; si existe la Iglesia, esto es un signo abierto de la presencia del Espíritu” (De sancta Pentecoste homilía, I, 4). De manera que el don del Espíritu Santo, como atestiguan numerosos pasajes de la Escritura, es el don de Jesús resucitado y subido al cielo a la derecha del Padre (Hch 2, 32; Jn 15,26; 16, 7; 20,22). En ese sentido, el Espíritu Santo nos es dado como Espíritu de Cristo, Espíritu del Hijo; no se puede, por tanto, pensar en una acción universal del Espíritu que no esté en relación con la acción universal de Jesús. Sólo por la acción del Espíritu los hombres podemos ser conformados con la imagen de Jesús resucitado, nuevo Adán, en quien el hombre adquiere definitivamente la dignidad a que estaba llamado desde los orígenes. El hombre, que ha sido creado a imagen de Dios (semina), por la presencia del Espíritu Santo es renovado a imagen de Dios (Verbi), según la acción del Espíritu. El Padre es el pintor; el Hijo es el modelo según el cual el hombre es pintado; el Espíritu Santo es el pincel con que es pintado el hombre en la creación y en la redención[19].
Por todo ello afirmamos con certeza que el Espíritu Santo lleva a Cristo y si no es así, no consta entonces que sea acción auténtica del Espíritu Santo, porque éste no está contra Cristo, ni contra la voluntad eterna del Padre, que es una sola, como una sola es la acción trinitaria. La acción del Espíritu Santo si es verdaderamente acción del Espíritu Santo, dirige a todos los hombres hacia Cristo, el Ungido. Cristo, a su vez, los dirige hacia el Padre. Un ejemplo claro de esto es el fenómeno reciente de musulmanes que se vuelven masivamente a la fe cristiana, haciéndose bautizar en la fe católica. No cabe ninguna duda que es auténtica acción del Espíritu Santo, pues lleva a confesar a Cristo como Señor y a Dios como Padre. El Espíritu Santo guía, por tanto, por el camino que es Jesús, que lleva al Padre. Por ello nadie puede decir “Jesús es Señor” si no es bajo la acción del Espíritu Santo (1 Cor 12, 3). No tiene sentido, pues, afirmar una universalidad de la acción del Espíritu Santo que no se encuentre en relación con la significación de Jesús, el Hijo encarnado, muerto y resucitado; el camino concreto por el que lo realiza es conocido solo por Dios. No obstante, como bien puntualizó el papa Juan Pablo II, “este Espíritu es el mismo que ha actuado en la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesús, y obra en la Iglesia. No es, por tanto, una alternativa a Cristo, ni llena una especie de vacío, como a veces se presume que existe, entre Cristo y el Logos. Lo que el Espíritu obra en el corazón de los hombres o en la historia de los pueblos, en las culturas o religiones, asume un papel de preparación evangélica y no puede no referirse a Cristo” (RM, 29). De manera que no existe una economía del Espíritu, que en supuesta novedad y en espíritu de sorpresa, trabaje de modo paralelo a la economía de Cristo y de su Cuerpo que es la Iglesia, sacramento universal de salvación y lugar privilegiado de la acción del Espíritu Santo[20].
La Iglesia, sacramento universal de salvación
En continuidad con la opción cristocéntrica, que pone de manifiesto a Cristo, Logos encarnado, muerto y resucitado como plenitud de la Revelación y de todo fenómeno religioso y, que aquí hemos evidenciado como la opción irrenunciable, la expresión “extra ecclesiam nulla salus” cobra su sentido original, a saber, el de exhortar a la fidelidad a los miembros de la Iglesia. Integrada así en la más general “extra Christus nulla salus” ya no se encuentra en contradicción con la llamada de todos los hombres a la salvación. Mientras se partía del supuesto de que todos los hombres entraban en contacto con la Iglesia, la necesidad de la Iglesia para la salvación se entendió sobre todo como necesidad de pertenencia a ella. Desde que la Iglesia se ha hecho consciente de su condición de minoría, tanto diacrónica como sincrónicamente, ha pasado al primer plano la necesidad de la función salvífica universal de la Iglesia. Esta misión universal y esta eficacia sacramental en orden a la salvación han encontrado su expresión teológica en la denominación de la Iglesia como sacramento universal de salvación. Como tal la Iglesia está al servicio de la venida del Reino de Dios, en la unión de todos los hombres con Dios y en la unidad de los hombres entre sí. La cuestión de fondo es cómo se da esta unión y en qué medida la Iglesia la realiza y significa. Dios se ha revelado de hecho como amor no sólo porque nos da ya ahora parte en el Reino de Dios y en sus frutos, sino también porque nos llama y libera para la colaboración en la venida de su reino. Así la Iglesia no es sólo signo, sino también instrumento del Reino de Dios que irrumpe con fuerza. La Iglesia lleva a cabo su misión como sacramento universal de salvación en el martirio, en la liturgia y en la diaconía[21].
Esta orientación eclesiológico-sacramental, propia del Vaticano II, es la que posibilita concebir a la Iglesia como una realidad compleja, visible y espiritual al mismo tiempo, tal como la define la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, en uno de sus textos más emblemáticos:
“La sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, el grupo visible y la comunidad espiritual, la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo, no son dos realidades distintas. Forman más bien una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano. Por eso, a causa de esta analogía nada despreciable, es semejante al misterio del Verbo encarnado. En efecto, así como la naturaleza humana asumida está al servicio del Verbo divino como órgano vivo de salvación que le está indisolublemente unido, de la misma manera el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo, que le da vida para que el cuerpo crezca” (LG, 8).
En ese sentido, la Iglesia que en Cristo es como un sacramento, participa de ese doble estatuto conformado por un elemento divino (Ecclesia mysterio) y un elemento humano (Ecclesia ex hominibus). De modo que la razón de ser de la Iglesia está en el efecto que como sacramento ella proporciona, a saber, “la íntima unión con Dios y la unidad de todo el género humano” (LG, 1), es decir, la filiación con Dios y la fraternidad universal de toda la humanidad, expresión de la unidad entre los dos mayores mandamientos: amar a Dios y amar al prójimo, que se sintetizan en la oración cristiana del Padre (filiación) Nuestro (fraternidad). En esa misma línea dice el Papa: “los creyentes nos vemos desafiados a volver a nuestras fuentes para concentrarnos en lo esencial: la adoración a Dios y el amor al prójimo, de manera que algunos aspectos de nuestras doctrinas, fuera de su contexto, no terminen alimentando formas de desprecio, odio, xenofobia, negación del otro” (FT, 282). La Iglesia, por tanto, indica como “signo” y realiza como “instrumento” la unión íntima con Dios y la unidad de todo el género humano por mediación de Jesucristo, luz de los pueblos. Así la filiación divina y su correlato la fraternidad humana conforman la realidad teologal y última de la Iglesia-sacramento; la cuestión es cómo participa para la realización de este cometido y hasta qué punto es ésta “el analogado principal” respecto a la fraternidad universal o viceversa[22].
Partiendo de la nueva consciencia de minoría que tiene la Iglesia en este mundo pluralista en consecuencia, aparece ésta como un signo e instrumento al servicio de algo que está más allá de sí misma, y en ese sentido se manifiesta también como “sacramento del Espíritu”, de modo que podemos afirmar que “el misterio de la Iglesia en Cristo es una realidad dinámica en el Espíritu Santo. Esto significa que aunque falte a esta unión espiritual la expresión visible de la pertenencia a la Iglesia, los no cristianos justificados están incluidos en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo y comunidad espiritual. En este sentido pueden decir los Padres de la Iglesia que los no cristianos justificados pertenecen a la ecclesia ab Abel”[23]. En esa misma línea la constitución pastoral Gaudium et spes afirma que “Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina. En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual” (GS, 22).
Ya la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, enseñaba que la pertenencia a la Iglesia no se agota en la incorporación al cuerpo orgánico, sino que se extiende a todos los hombres, incluyendo a los no cristianos justificados, y aquí el adjetivo es importante. Por lo que a los fieles católicos se refiere, dice la constitución: “están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos, mediante los lazos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión” (LG, 14). Esta perspectiva tradicional que refiere al triple vínculo (simbólico-confesional, litúrgico-sacramental, social-jerárquico), es complementada por aquella aproximación agustiniana, más interior y personal que acentúa la permanencia en el amor y en la sinceridad del corazón: “No se salva, en cambio, el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pues está en el seno de la Iglesia con el cuerpo, pero no con el corazón” (LG, 14).
Respecto a los no cristianos, en ese mismo acento agustiniano que considera al hombre en su dimensión más interior y subjetiva, representada unas veces por el corazón y otras por la consciencia, la Lumen gentium reconoce que aunque estos “todavía no han recibido el Evangelio, también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras” (LG, 16). Al respecto la Comisión Teológica Internacional, yendo un paso más allá en la compresión de tan grande misterio, puntualiza que “se puede hablar no sólo en general de una ordenación a la Iglesia de los no cristianos justificados, sino también de una vinculación con el misterio de Cristo y de su Cuerpo, la Iglesia. Pero no se debería hablar de una pertenencia gradual, a la Iglesia, o de una comunión imperfecta con la Iglesia, reservada a los cristianos no católicos; pues la Iglesia, por su esencia, es una realidad compleja, constituida por la unión visible y la comunión espiritual. Por supuesto que los no cristianos entran en la comunión de los llamados al Reino de Dios, mediante la puesta en práctica del amor a Dios y al prójimo; comunión que se revela como Ecclesia universalis en la consumación del Reino de Dios y de Cristo”[24]. Así, el lenguaje conciliar sobre la fraternidad, al igual que en la encíclica pontificia, corrobora la tendencia a superar un monismo eclesial, no así cristológico, pues como ya hemos mencionado Cristo es irrenunciable a precio de caer en apostasía, de modo que la fraternidad que la Iglesia puede y debe ofrecer al mundo se entiende como un servicio a la familia humana, que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios. De ahí, el deseo de que el diálogo entre todos los hombres sea conducido sólo por el amor a la verdad y guardando siempre la debida prudencia, sin excluir a nadie, ni a aquellos que sin reconocer todavía al Autor de la vida cultivan los bienes preclaros del espíritu humano, ni a aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de diferentes maneras (Cfr. GS, 92).
[5] Esta posición –como puntualiza el documento- puede así caracterizarse como pragmática e inmanentista.
[6] Reflexiones de su Santidad Benedicto XVI con ocasión del 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II (L´Osservatore Romano, 11 de octubre 2012).
[14] Cfr. El cristianismo y las religiones, 42-45.
[15] Cfr. El cristianismo y las religiones, 46-47.
[16] Para entender correctamente esta “concentración cristológica” que no se reduce a un puro cristocentrismo, y mucho menos a un cristonomismo (H. de Lubac), conviene tener presente que “Cristo está en el medio como el mediador y su lugar está indicado con la preposición por” (J. Ratzinger).
Cristo en la fraternidad de religiones
¡Cristo contra las religiones o junto a las religiones!
Febrero de 2021, Diócesis de Querétaro
Pbro. Lic. Benito Galván Rivera
En el capítulo octavo de la encíclica Fratelli tutti, recientemente publicada por el papa Francisco, se nos habla de las religiones al servicio de la fraternidad humana. Aunque la encíclica es de carácter social[1] y en ese contexto debe ser interpretada, sin embargo hay cuestiones propiamente teológicas que se relacionan directamente con el carácter salvífico que las religiones suponen, o por lo menos en lo que al cristianismo se refiere. Es de nuestro interés poner de manifiesto tales cuestiones, trayendo a la memoria el documento El Cristianismo y las religiones, publicado por la Comisión Teológica Internacional en el año de 1996 y que nos servirá de guía para esta reflexión; en este documento la Comisión aborda con profundidad teológica la cuestión de las relaciones entre las religiones, así como la necesidad del encuentro y del diálogo interreligioso. La importancia de lo religioso, dice el documento, “así como los crecientes encuentros entre los hombres y las culturas hacen necesario el diálogo interrreligioso, en vista de los problemas y necesidades que afectan a la humanidad, para la iluminación del sentido de la vida y para una acción común en favor de la paz y de la justicia en el mundo”[2].
En esta línea, el Papa inicia el capítulo octavo afirmando que “las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona humana como criatura llamada a ser hijo o hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad” (FT, 271). Y puntualiza, diciendo que “el diálogo entre personas de distintas religiones no se hace meramente por diplomacia, amabilidad o tolerancia; el objetivo del diálogo –dice, citando a los obispos de India- es establecer amistad, paz, armonía y compartir valores y experiencias morales y espirituales en un espíritu de verdad y amor” (FT, 271). Solamente así será posible reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras, que es precisamente el deseo del Papa, quien escribe, como él mismo dice, desde sus convicciones cristianas pero con la intención de que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad (Cfr. FT, 6), a las que llama a soñar juntos “como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (FT, 8).
Iluminados por el magisterio de la Comisión Teológica Internacional, que trata el asunto a profundidad, es de nuestro interés ahondar en el tema para poner de manifiesto las implicaciones, límites y consecuencias que conlleva el compromiso del encuentro y consiguiente diálogo entre las religiones, del cual el cristianismo no queda ni puede quedar al margen. ¿En qué sentido y en qué medida estarían el cristianismo y las demás religiones al servicio de la fraternidad y de la justicia en la sociedad? ¿Es posible un diálogo auténtico del cristianismo, y en concreto de la Iglesia católica, con las demás religiones a partir de su estatuto teológico? ¿Cómo entrar en un diálogo interreligioso, respetando todas las religiones y sin considerarlas de antemano como imperfectas e inferiores, si reconocemos en Jesucristo y sólo en él el Salvador único y universal de la humanidad?
Estas cuestiones no son para nada, como podría pensarse, cuestiones técnicas reservadas al especialista en religión o teología de las religiones; se trata más bien de puntos fundamentales al momento de hablar del diálogo y la solidaridad entre cristianos y no cristianos, tales como la mediación salvífica de Jesucristo en relación con las demás religiones; el carácter universal de la revelación por medio de la cual se nos ha comunicado la verdad en Cristo; la universalidad del Espíritu Santo en relación a la economía de Cristo y el papel de la Iglesia como sacramento universal de salvación de donde deriva su vocación a la fraternidad universal.
Ya la Comisión Teológica Internacional había advertido del problema que supone el planteamiento de Jesucristo como único salvador del mundo para las demás religiones. Se pregunta la comisión ¿las mediaciones salvíficas de las demás religiones son mediaciones salvíficas autónomas o es la salvación de Jesucristo la que en ellas se realiza? En el intento de dar respuesta a este planteamiento, se ha clasificado de muchas maneras las diferentes posiciones teológicas: “Cristo contra las religiones, en las religiones, por encima de las religiones, junto a las religiones. Universo eclesiocéntrico o cristología exclusiva; universo cristocéntrico o cristología inclusiva; universo teocéntrico con una cristología normativa; universo teocéntrico con una cristología no normativa. Algunos teólogos adoptan la división tripartita, exclusivismo, inclusivismo, pluralismo, que se presenta como paralela a otra: eclesiocentrismo, cristocentrismo, teocentrismo”[3].
Esta diversidad de posturas teológicas nos muestra la seriedad del asunto en el sentido de que una postura excluye inevitablemente a la otra; veamos cada una de ellas con el fin de delimitar los escenarios posibles en que se puede y se debe dar este diálogo, así como establecer los límites que este conlleva[4]:
El teocentrismo, como revolución copernicana, va más allá de una valoración positiva de las religiones y en ese sentido es un peligro ruinoso para la fe cristiana pues no solamente considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir en las demás religiones, así como sus preceptos y doctrinas, sino que se olvida de la “obligación de anunciar sin cesar a Cristo, que es camino, verdad y vida (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas” (NA, 2). Esta sobrevaloración de las religiones se debe, como hizo notar en su momento el papa Benedicto XVI, al hecho de que desde el mismo documento conciliar Nostra Aetate “se habla de las religiones solo de un modo positivo, ignorando los aspectos enfermizos y distorsionados de la religión”[6]. Es de nuestro interés poner de manifiesto los peligros que implica esta opción que, como veremos, atenta directamente contra el carácter universal de la Revelación y la unicidad de la mediación salvífica de Jesucristo. Como dice el Papa Francisco “no se trata de que todos seamos más light” (FT, 282), o de que relativicemos el Evangelio de Jesucristo viéndolo como una fuente más entre muchas.
La posición pluralista (teocéntrica), como cambio de paradigma, pretende eliminar del cristianismo cualquier pretensión de exclusividad o superioridad con relación a las otras religiones. Para ello debe afirmar que la realidad última de las diversas religiones es idéntica, y, a la vez, relativizar la concepción cristiana de Dios en lo que tiene de dogmático y vinculante. Nos encontramos en el punto capital del asunto, donde esta postura apuesta por la experiencia religiosa como experiencia auténticamente trascendental, no exclusiva de la Revelación dada en Cristo de modo pleno y definitivo. De este modo distingue a Dios en sí mismo, inaccesible al hombre, y a Dios manifestado en la experiencia humana. Las imágenes de Dios son constituidas por la experiencia de la trascendencia y por el contexto sociocultural respectivo. Como consecuencia de ello, ninguna de las representaciones personales de la divinidad puede considerarse exclusiva. De ahí se sigue que todas las religiones son relativas, no en cuanto apuntan hacia el Absoluto, sino en sus expresiones y en sus silencios. Puesto que hay un único Dios y un mismo plan salvífico para la humanidad, las expresiones religiosas están ordenadas las unas a las otras y son complementarias entre sí. Siendo el misterio universalmente activo y presente, ninguna de sus manifestaciones, incluyendo la cristiana, puede pretender ser la última y definitiva. De este modo la cuestión de Dios se halla en íntima conexión con la de la revelación[7].
Se trata de la especificidad e irrepetibilidad de la revelación divina en Jesucristo, en quien sólo se da la autocomunicación del Dios trino. Cristo es a la vez el mediador y plenitud de toda la revelación. Sin este fundamento el concepto teológico de revelación pierde su esencia y se confunde con el de la fenomenología religiosa (religiones de revelación, aquellas que se consideran fundadas en una revelación divina); lo cual no puede ser, pues la primera da lugar a la fe teologal, mientras que la segunda se traduce en un sistema de creencias que brota del aspecto propiamente humano en que se ven envueltas las diversas religiones. Una distinción que no siempre es tenida en consideración. En otras palabras, por más pretensioso que resulte, el cristianismo como religión goza de un estatuto que la hace única, puesto que se basa en la cualidad única e irrepetible de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. De manera que el asunto es Cristológico y en consecuencia inevitablemente trinitario. Solamente en Cristo y en su Espíritu, Dios se ha dado completamente a los hombres; por consiguiente, solo cuando se da a conocer esta autocomunicación, se da la revelación de Dios en sentido pleno. La donación que Dios hace de sí mismo y su revelación son dos aspectos inseparables del acontecimiento de Jesús[8].
Por lo tanto, de frente a la postura revolucionaria del teocentrismo, que pretende relativizar a Cristo y reducir el acontecimiento de la Revelación a un sistema de creencias válido solo para los creyentes, hay que reafirmarse en la pretensión de unicidad, universalidad, exclusividad y superioridad de Cristo, único salvador del mundo y rechazar, como bien anota el Cardenal Gerhard Müller, el pluralismo religioso y el relativismo: “Un llamamiento a la fraternidad universal sin Cristo, el único y verdadero redentor de la humanidad -dice el Cardenal- nos llevaría a una tierra de nadie sin una teología de la revelación… La Iglesia del Dios trino no es, en modo alguno, una comunidad de personas que se adhieren a una expresión histórica de una religión humana universal”[9].
Otra de las cuestiones que derivan de esta opción teocéntrico-pluralista, además de la problemática teo-lógica arriba esbozada, es la cuestión cristológica, que abordaremos sobre todo, como hace la comisión teológica internacional, estudiando las consecuencias cristológicas de las posiciones teocéntricas. Ambas están íntimamente conexas.
Una de las consecuencias es el llamado “teocentrismo salvífico”, que acepta un pluralismo de mediaciones salvíficas legítimas y verdaderas. Dentro de esta posición, un grupo de teólogos atribuye a Jesucristo un valor normativo, ya que su persona y su vida revelan, del modo más claro y decisivo, el amor de Dios a los hombres. La dificultad mayor de esta concepción está en que no ofrece, ni hacia adentro ni hacia afuera del cristianismo, una fundamentación de esta normatividad que se atribuye a Jesús. Otro grupo de teólogos defiende un teo-centrismo salvífico con una cristología no normativa. Desvincular a Cristo de Dios priva al cristianismo de cualquier pretensión universalista de la salvación (y así se posibilitaría el diálogo auténtico con las religiones), pero implica tener que enfrentarse con la fe de la Iglesia y en concreto con el dogma de Calcedonia[10]. Siguiendo esta línea de pensamiento, la encarnación sería una expresión no objetiva, sino metafórica, poética, mitológica, que pretende sólo significar el amor de Dios que se encarna en hombres y mujeres cuyas vidas reflejan la acción de Dios. La consecuencia más importante de esta concepción es que Jesucristo no puede ser considerado el único y exclusivo mediador. Sólo para los cristianos es la forma humana de Dios, que posibilita adecuadamente el encuentro del hombre con Dios, aunque sin exclusividad. Es totus Deus, porque es el amor activo de Dios en esta tierra, pero no totum Dei, pues no agota en sí el amor de Dios. Podríamos decir también: totum Verbum, sed non totum Verbi. Siendo el Logos mayor que Jesús, puede encarnarse también en los fundadores de otras religiones[11].
Esta misma problemática, dice el documento, vuelve cuando se afirma que Jesús es Cristo, pero Cristo es más que Jesús. Esto facilita sobremanera la universalización de la acción del Logos en las religiones. Pero los textos neotestamentarios no conciben al Logos de Dios prescindiendo de Jesús. Otro modo de argumentar en esta misma línea consiste en atribuir al Espíritu Santo la acción salvífica universal de Dios, que no llevaría necesariamente a la fe en Jesucristo[12]. Antes de abordar esta cuestión conviene detenernos en lo que se ha llamado la teología de las semillas del Verbo, que es la cuestión de fondo en lo que al debate cristológico se refiere.
La teología de las semillas del Verbo, afirma que fuera de los límites de la Iglesia visible, y en concreto en las demás religiones, se pueden hallar semillas del Verbo; el motivo se combina con frecuencia con el de la luz que ilumina a todo hombre y con el de la preparación evangélica o también llamada expectactio creaturae o potentia obedentialis, que es esa capacidad natural que tiene el mundo y las religiones para abrirse a la gracia sobrenatural de Dios manifestada de modo pleno y definitivo en Jesucristo, Verbo eterno del Padre venido en la carne para la salvación del mundo[13].
Esta teología tiene una larga tradición en la Iglesia; ya los Santos Padres hablaban de ella. Veamos qué es lo que nos dicen al respecto. Para Justino, del Logos ha participado todo el género humano. Por ello desde siempre ha habido quien ha vivido de acuerdo con el Logos, y en ese sentido ha habido “cristianos”, aunque han tenido sólo el conocimiento según una parte del Logos seminal. Serían aquellos a quienes hoy se les denomina hombres y mujeres de buena voluntad, pero que estrictamente hablando no se pueden llamar cristianos, ni siquiera cuando se pone entre comillas a riesgo de romper el límite entre lo santo y lo profano, como hacen muchos teólogos que reconocen en el mundo una especie de cristianismo implícito mientras que la Iglesia sería no más que el cristianismo explicitado. Hay mucha diferencia entre la semilla de algo y la cosa misma. Pero, de todas maneras, la presencia parcial y seminal del Logos es don y gracia divina siempre y cuando sea preparación para acoger la plenitud de gracia que se perpetúa de modo sacramental en la Iglesia Católica, en la cual subsiste, como enseña el Concilio Vaticano II, la Iglesia de Cristo (LG, 8). Para Clemente Alejandrino el hombre es racional en cuanto participa de la razón verdadera que gobierna el universo, el Logos. Tiene acceso pleno a esta razón si se convierte y sigue a Jesús, el Logos encarnado. Con la encarnación el mundo se ha llenado de las semillas de salvación. Pero existe también una siembra divina desde el comienzo de los tiempos, que ha hecho que partes diversas de la verdad estén entre los griegos y entre los bárbaros, en especial en la filosofía considerada en su conjunto. Por su parte Ireneo no hace uso directamente de la idea de las semillas del Verbo. Pero subraya fuertemente que en todos los momentos de la historia el Logos ha estado junto a los hombres, los ha acompañado, en previsión de la encarnación; con ésta, trayéndose a sí mismo, Jesús ha traído toda la novedad. La salvación está ligada, por tanto, a la aparición de Jesús, aunque ésta hubiera sido ya anunciada y sus efectos de algún modo se hayan anticipado[14].
Una idea compatible con esta teología y que se repite con frecuencia en los Padres, es que el Hijo de Dios se ha unido a todo hombre, lo cual significa que con la naturaleza de la asunción humana el Hijo ha puesto sobre sus hombros la humanidad entera, para presentarla al Padre. Así se expresa Gregorio de Nisa cuando interpreta la parábola de la oveja perdida: “Esta oveja somos nosotros, los hombres… el Salvador toma sobre sus espaldas la oveja entera. Ya que se había perdido toda entera, toda entera es reconducida. El pastor la lleva en sus hombros, es decir, en su divinidad… Habiendo tomado sobre él esta oveja, la hace uno con él”. También Jn 1, 14: “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” se ha interpretado en no pocas ocasiones en el sentido de habitar “dentro de nosotros”, es decir, en el interior de cada hombre; del estar él en nosotros se pasa fácilmente a nuestro estar en él. No olvidan, sin embargo, los Padres que esta unión de los hombres en el cuerpo de Cristo se produce sobre todo en el bautismo y la Eucaristía. Pero la unión de todos en Cristo por su asunción de nuestra naturaleza constituye un presupuesto objetivo a partir del cual el creyente crece en la unión personal con Jesús[15].
No debemos ignorar, sin embargo, que la asunción humana del Hijo por la encarnación no realiza y no garantiza de facto la salvación. La encarnación misma se entiende como preparación a la pasión, muerte y resurrección del Señor; como el rato non consumato, que se realiza plenamente en el misterio pascual y que se personaliza sobre todo en los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía, donde se realiza la gracia sobrenatural que se distingue de lo meramente natural como son la razón, la imago Dei, el capax Dei, la expectactio creaturae, la preparación evangélica, los potentia obedentialis, etc. Sin esta distinción perdemos la capacidad de distinguir lo natural de lo sobrenatural, la gracia de la natura, lo divino de lo meramente humano, la preparación (semina) de la realización plena (Verbi). En última instancia sabemos que todo viene de Dios y en ese sentido todo tiene ese sello santo de los vestigia Trinitatis, pero Dios, en su infinita sabiduría ha querido distinguir lo natural como disposición a su gracia, que es siempre sobrenatural. Sin esta distinción perdemos el rumbo, nos salimos de la pedagogía divina que en su economía salvífica nos ha revelado el plan de salvación que como designio divino es único y permanente, es decir, no improvisado.
Para entender mejor la pedagogía divina, que por mucho es diferente a la lógica humana, conviene recordar cómo los 30 años de vida privada de Jesús en la intimidad de la familia de Nazaret, son preparación para los 3 años de ministerio y vida pública en la que Jesús obró signos y prodigios y predicó el Evangelio, y cómo estos años de ministerio fueron preparación para el acontecimiento pascual que culmina de modo definitivo con la resurrección acontecida al tercer día de su pasión y muerte y que son los misterios por los cuales Jesucristo ha obrado la redención. Analogando este principio cristológico, podemos comprender cómo todo lo humano; a saber, el trabajo, la familia, la técnica, la razón, la ciencia, incluso la religión que por ser elementos comunes a los hombres son de carácter universal, son una preparación para acoger la Verdad del Evangelio, que es el mismo Cristo, quien se manifestó públicamente y continúa manifestándose en su Iglesia como Hijo de Dios, Mesías venido en la carne para salvación de todos los hombres; estos están llamados a pasar por la puerta estrecha, que es el mismo Cristo, muerto y glorificado de una vez para siempre, quien nos llama a participar de esos misterios en la aceptación libre y personal de sus sacramentos por medio de los cuales nos da su gracia. En otras palabras, Jesucristo, el Logos hecho carne, por medio de su vida privada que se prolonga a lo largo de 30 años, en un ambiente familiar y propiamente humano, ha santificado todo cuanto hay de humano: la familia, la vida, el trabajo, la técnica, la inteligencia, la ciencia, la razón, la religión, etc. Pero no podemos ser ingenuos y pensar que ahí se encuentra la redención de nuestros pecados; esa por el contrario se realiza en la vida pública de Jesús; cuando inicia precisamente su ministerio por medio del cual ha instituido para nuestro bien los sacramentos, fuente de gracia y redención, que en ningún otro lado vamos a encontrar porque esa es la novedad del acontecimiento de Cristo, su gracia y su verdad (Jn 1,14), perpetuados de modo sacramental en su Iglesia, que es como un sacramento (LG, 1), es decir, signo e instrumento que significa y realiza la unión intima con Dios y la unidad de todo el género humano.
De toda la vida de Jesús resalta, como hacen los evangelios, el acontecimiento pascual que culmina la vida y obra del Verbo encarnado. Ahí, Jesús se enfrentó no con la soledad del hombre sino con la soledad y el abandono en primera persona; no con el sufrimiento de otros, sino con su propio sufrimiento; no con la muerte ajena, sino con la propia muerte. Esta es la puerta estrecha por la que todos los hombres debemos pasar sin excepción si queremos alcanzar redención. No hay otro camino, no hay otro nombre ante el cual debamos doblar la rodilla; no hay otra verdad, no hay otra vida. La respuesta universal al corazón inquieto del hombre que late en la diversidad de religiones, no puede ser otra que el Verbo encarnado, muerto y resucitado, el único en quien el corazón del hombre encontrará reposo y el alma redención.
Desde esta perspectiva el teocentrismo pluralista, como opción y respuesta al planteamiento de la mediación salvífica de Jesucristo en relación con las demás religiones, sería esa apuesta por la diversidad de religiones como expresión propiamente humana en la que de alguna manera se hace presente el Logos como preparación evangélica, al igual que la familia, la ciencia, la razón y la técnica, que como decíamos ya han sido santificados por el Verbo encarnado pero que necesitan abrirse a la plenitud de su gracia reconociendo que efectivamente el Logos se ha encarnado, ha padecido, ha muerto y ha resucitado en la persona de Jesucristo, Hijo eterno del Padre y Mesías venido en la carne para salvación de la humanidad. En ese sentido, Cristo es irrenunciable y el llamado cristocentrismo continúa siendo la opción y respuesta permanente también para este mundo pluralista, en el que la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, está llamada a perpetuar el acontecimiento pascual, que hace público y vigente el acontecimiento de Jesucristo, el cual es irrenunciable a precio de caer en apostasía[16].
Otra de las cuestiones fundamentales, como ya advertíamos anteriormente, es la de la universalidad y novedad de la acción del Espíritu Santo que en muchas ocasiones se separa erróneamente de la economía de Cristo, como si éste actuara de modo paralelo a la persona de Jesús. A este respecto, la comisión teológica advierte que “la universalidad de la acción salvífica de Cristo no puede entenderse sin la acción universal del Espíritu Santo”[17]. Esta conexión estrecha entre el Espíritu y Cristo se manifiesta, sobre todo, en la unción de Jesús. Como dice Ireneo, “en el nombre de Cristo se sobreentiende el que unge, el que es ungido y la misma unción con que es ungido. El que unge es el Padre, el ungido es el Hijo, en el Espíritu que es la unción” (Adversus haereses, III, 18,3). Por tanto, la universalidad de la alianza del Espíritu es la de la alianza en Jesús. Él se ha ofrecido al Padre en virtud del Espíritu eterno (Heb 9,14), en el que ha sido ungido. Esta unción se extiende al Cristo total, a los cristianos ungidos por el Espíritu y a la Iglesia. Gregorio de Nisa, por ejemplo, ha expresado con una imagen profunda y bella: “la noción de unción sugiere… que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. De hecho, como entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite, ni la razón ni la sensación conocen intermediarios, igualmente es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu; por tanto el que está a punto de entrar en contacto con el Hijo mediante la fe, debe necesariamente entrar antes en contacto con el aceite. Ninguna parte carece del Espíritu Santo” (Adversus Macedonianos de Spiritu Sancto, 16). En ese sentido, el Cristo total incluye en cierto sentido a todo hombre, porque Cristo se ha unido a todos los hombres, llamados a la plenitud de su gracia[18].
Es conocida la formulación de Ireneo, que afirma la relación estrecha de la Iglesia con el Espíritu Santo, la cual se entiende como el lugar privilegiado de su acción santificadora. Dice Ireneo: “donde está el Espíritu del Señor, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia está el Espíritu del Señor y toda su gracia” (Adversus haereses, III, 24,1). Una idea que refuerza San Juan Crisóstomo cuando afirma: “Si el Espíritu Santo no estuviera presente no existiría la Iglesia; si existe la Iglesia, esto es un signo abierto de la presencia del Espíritu” (De sancta Pentecoste homilía, I, 4). De manera que el don del Espíritu Santo, como atestiguan numerosos pasajes de la Escritura, es el don de Jesús resucitado y subido al cielo a la derecha del Padre (Hch 2, 32; Jn 15,26; 16, 7; 20,22). En ese sentido, el Espíritu Santo nos es dado como Espíritu de Cristo, Espíritu del Hijo; no se puede, por tanto, pensar en una acción universal del Espíritu que no esté en relación con la acción universal de Jesús. Sólo por la acción del Espíritu los hombres podemos ser conformados con la imagen de Jesús resucitado, nuevo Adán, en quien el hombre adquiere definitivamente la dignidad a que estaba llamado desde los orígenes. El hombre, que ha sido creado a imagen de Dios (semina), por la presencia del Espíritu Santo es renovado a imagen de Dios (Verbi), según la acción del Espíritu. El Padre es el pintor; el Hijo es el modelo según el cual el hombre es pintado; el Espíritu Santo es el pincel con que es pintado el hombre en la creación y en la redención[19].
Por todo ello afirmamos con certeza que el Espíritu Santo lleva a Cristo y si no es así, no consta entonces que sea acción auténtica del Espíritu Santo, porque éste no está contra Cristo, ni contra la voluntad eterna del Padre, que es una sola, como una sola es la acción trinitaria. La acción del Espíritu Santo si es verdaderamente acción del Espíritu Santo, dirige a todos los hombres hacia Cristo, el Ungido. Cristo, a su vez, los dirige hacia el Padre. Un ejemplo claro de esto es el fenómeno reciente de musulmanes que se vuelven masivamente a la fe cristiana, haciéndose bautizar en la fe católica. No cabe ninguna duda que es auténtica acción del Espíritu Santo, pues lleva a confesar a Cristo como Señor y a Dios como Padre. El Espíritu Santo guía, por tanto, por el camino que es Jesús, que lleva al Padre. Por ello nadie puede decir “Jesús es Señor” si no es bajo la acción del Espíritu Santo (1 Cor 12, 3). No tiene sentido, pues, afirmar una universalidad de la acción del Espíritu Santo que no se encuentre en relación con la significación de Jesús, el Hijo encarnado, muerto y resucitado; el camino concreto por el que lo realiza es conocido solo por Dios. No obstante, como bien puntualizó el papa Juan Pablo II, “este Espíritu es el mismo que ha actuado en la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesús, y obra en la Iglesia. No es, por tanto, una alternativa a Cristo, ni llena una especie de vacío, como a veces se presume que existe, entre Cristo y el Logos. Lo que el Espíritu obra en el corazón de los hombres o en la historia de los pueblos, en las culturas o religiones, asume un papel de preparación evangélica y no puede no referirse a Cristo” (RM, 29). De manera que no existe una economía del Espíritu, que en supuesta novedad y en espíritu de sorpresa, trabaje de modo paralelo a la economía de Cristo y de su Cuerpo que es la Iglesia, sacramento universal de salvación y lugar privilegiado de la acción del Espíritu Santo[20].
En continuidad con la opción cristocéntrica, que pone de manifiesto a Cristo, Logos encarnado, muerto y resucitado como plenitud de la Revelación y de todo fenómeno religioso y, que aquí hemos evidenciado como la opción irrenunciable, la expresión “extra ecclesiam nulla salus” cobra su sentido original, a saber, el de exhortar a la fidelidad a los miembros de la Iglesia. Integrada así en la más general “extra Christus nulla salus” ya no se encuentra en contradicción con la llamada de todos los hombres a la salvación. Mientras se partía del supuesto de que todos los hombres entraban en contacto con la Iglesia, la necesidad de la Iglesia para la salvación se entendió sobre todo como necesidad de pertenencia a ella. Desde que la Iglesia se ha hecho consciente de su condición de minoría, tanto diacrónica como sincrónicamente, ha pasado al primer plano la necesidad de la función salvífica universal de la Iglesia. Esta misión universal y esta eficacia sacramental en orden a la salvación han encontrado su expresión teológica en la denominación de la Iglesia como sacramento universal de salvación. Como tal la Iglesia está al servicio de la venida del Reino de Dios, en la unión de todos los hombres con Dios y en la unidad de los hombres entre sí. La cuestión de fondo es cómo se da esta unión y en qué medida la Iglesia la realiza y significa. Dios se ha revelado de hecho como amor no sólo porque nos da ya ahora parte en el Reino de Dios y en sus frutos, sino también porque nos llama y libera para la colaboración en la venida de su reino. Así la Iglesia no es sólo signo, sino también instrumento del Reino de Dios que irrumpe con fuerza. La Iglesia lleva a cabo su misión como sacramento universal de salvación en el martirio, en la liturgia y en la diaconía[21].
Esta orientación eclesiológico-sacramental, propia del Vaticano II, es la que posibilita concebir a la Iglesia como una realidad compleja, visible y espiritual al mismo tiempo, tal como la define la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, en uno de sus textos más emblemáticos:
“La sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, el grupo visible y la comunidad espiritual, la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo, no son dos realidades distintas. Forman más bien una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano. Por eso, a causa de esta analogía nada despreciable, es semejante al misterio del Verbo encarnado. En efecto, así como la naturaleza humana asumida está al servicio del Verbo divino como órgano vivo de salvación que le está indisolublemente unido, de la misma manera el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo, que le da vida para que el cuerpo crezca” (LG, 8).
En ese sentido, la Iglesia que en Cristo es como un sacramento, participa de ese doble estatuto conformado por un elemento divino (Ecclesia mysterio) y un elemento humano (Ecclesia ex hominibus). De modo que la razón de ser de la Iglesia está en el efecto que como sacramento ella proporciona, a saber, “la íntima unión con Dios y la unidad de todo el género humano” (LG, 1), es decir, la filiación con Dios y la fraternidad universal de toda la humanidad, expresión de la unidad entre los dos mayores mandamientos: amar a Dios y amar al prójimo, que se sintetizan en la oración cristiana del Padre (filiación) Nuestro (fraternidad). En esa misma línea dice el Papa: “los creyentes nos vemos desafiados a volver a nuestras fuentes para concentrarnos en lo esencial: la adoración a Dios y el amor al prójimo, de manera que algunos aspectos de nuestras doctrinas, fuera de su contexto, no terminen alimentando formas de desprecio, odio, xenofobia, negación del otro” (FT, 282). La Iglesia, por tanto, indica como “signo” y realiza como “instrumento” la unión íntima con Dios y la unidad de todo el género humano por mediación de Jesucristo, luz de los pueblos. Así la filiación divina y su correlato la fraternidad humana conforman la realidad teologal y última de la Iglesia-sacramento; la cuestión es cómo participa para la realización de este cometido y hasta qué punto es ésta “el analogado principal” respecto a la fraternidad universal o viceversa[22].
Partiendo de la nueva consciencia de minoría que tiene la Iglesia en este mundo pluralista en consecuencia, aparece ésta como un signo e instrumento al servicio de algo que está más allá de sí misma, y en ese sentido se manifiesta también como “sacramento del Espíritu”, de modo que podemos afirmar que “el misterio de la Iglesia en Cristo es una realidad dinámica en el Espíritu Santo. Esto significa que aunque falte a esta unión espiritual la expresión visible de la pertenencia a la Iglesia, los no cristianos justificados están incluidos en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo y comunidad espiritual. En este sentido pueden decir los Padres de la Iglesia que los no cristianos justificados pertenecen a la ecclesia ab Abel”[23]. En esa misma línea la constitución pastoral Gaudium et spes afirma que “Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina. En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual” (GS, 22).
Ya la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, enseñaba que la pertenencia a la Iglesia no se agota en la incorporación al cuerpo orgánico, sino que se extiende a todos los hombres, incluyendo a los no cristianos justificados, y aquí el adjetivo es importante. Por lo que a los fieles católicos se refiere, dice la constitución: “están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos, mediante los lazos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión” (LG, 14). Esta perspectiva tradicional que refiere al triple vínculo (simbólico-confesional, litúrgico-sacramental, social-jerárquico), es complementada por aquella aproximación agustiniana, más interior y personal que acentúa la permanencia en el amor y en la sinceridad del corazón: “No se salva, en cambio, el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pues está en el seno de la Iglesia con el cuerpo, pero no con el corazón” (LG, 14).
Respecto a los no cristianos, en ese mismo acento agustiniano que considera al hombre en su dimensión más interior y subjetiva, representada unas veces por el corazón y otras por la consciencia, la Lumen gentium reconoce que aunque estos “todavía no han recibido el Evangelio, también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras” (LG, 16). Al respecto la Comisión Teológica Internacional, yendo un paso más allá en la compresión de tan grande misterio, puntualiza que “se puede hablar no sólo en general de una ordenación a la Iglesia de los no cristianos justificados, sino también de una vinculación con el misterio de Cristo y de su Cuerpo, la Iglesia. Pero no se debería hablar de una pertenencia gradual, a la Iglesia, o de una comunión imperfecta con la Iglesia, reservada a los cristianos no católicos; pues la Iglesia, por su esencia, es una realidad compleja, constituida por la unión visible y la comunión espiritual. Por supuesto que los no cristianos entran en la comunión de los llamados al Reino de Dios, mediante la puesta en práctica del amor a Dios y al prójimo; comunión que se revela como Ecclesia universalis en la consumación del Reino de Dios y de Cristo”[24]. Así, el lenguaje conciliar sobre la fraternidad, al igual que en la encíclica pontificia, corrobora la tendencia a superar un monismo eclesial, no así cristológico, pues como ya hemos mencionado Cristo es irrenunciable a precio de caer en apostasía, de modo que la fraternidad que la Iglesia puede y debe ofrecer al mundo se entiende como un servicio a la familia humana, que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios. De ahí, el deseo de que el diálogo entre todos los hombres sea conducido sólo por el amor a la verdad y guardando siempre la debida prudencia, sin excluir a nadie, ni a aquellos que sin reconocer todavía al Autor de la vida cultivan los bienes preclaros del espíritu humano, ni a aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de diferentes maneras (Cfr. GS, 92).
Cristo en la fraternidad de religiones
[1] Francisco, Carta Encíclica Fratelli tutti, n. 6 (3 de octubre de 2020).
[2] El cristianismo y las religiones, 2.
[3] El cristianismo y las religiones, 8.
[4] El cristianismo y las religiones, 10-13.
[5] Esta posición –como puntualiza el documento- puede así caracterizarse como pragmática e inmanentista.
[6] Reflexiones de su Santidad Benedicto XVI con ocasión del 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II (L´Osservatore Romano, 11 de octubre 2012).
[7] Cfr. El cristianismo y las religiones, 16.
[8] Cfr. El cristianismo y las religiones, 88.
[9] Gerhard cardinal Müller, Why there is only one Pope, publicado en First things (2 de enero 2021).
[10] Apostasía.
[11] Cfr. El cristianismo y las religiones, 19-21.
[12] Cfr. El cristianismo y las religiones, 22.
[13] Cfr. El cristianismo y las religiones, 41.
[14] Cfr. El cristianismo y las religiones, 42-45.
[15] Cfr. El cristianismo y las religiones, 46-47.
[16] Para entender correctamente esta “concentración cristológica” que no se reduce a un puro cristocentrismo, y mucho menos a un cristonomismo (H. de Lubac), conviene tener presente que “Cristo está en el medio como el mediador y su lugar está indicado con la preposición por” (J. Ratzinger).
[17] El cristianismo y las religiones, 50.
[18] Cfr. El cristianismo y las religiones, 54-55.
[19] Cfr. El cristianismo y las religiones, 56-58.
[20] Cfr. El cristianismo y las religiones, 59-61.
[21] Cfr. El cristianismo y las religiones, 70.74-75.
[22] Cfr. Pie-Ninot, Eclesiología, Sígueme, Salamanca 2006, 219.
[23] El cristianismo y las religiones, 72.
[24] El cristianismo y las religiones, 73.
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