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La sinodalidad, camino del tercer milenio

octubre 18, 2021 Benito Galvan Comments Off

IGLESIA Y SINODALIDAD
 Caminar juntos, caminar desde Cristo
Septiembre 2021, Diócesis de Querétaro
Pbro. Lic. Benito Galván Rivera

“El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”
Francisco

La sinodalidad, camino del tercer milenio

En los últimos años y más específicamente en los últimos meses hemos escuchado con insistencia en el ambiente eclesial la palabra sinodalidad. Un sustantivo que deriva del adjetivo sinodal en referencia a la Iglesia, muy apreciado por el papa Francisco y que pone de manifiesto su preocupación e interés al respecto: “desde el inicio de mi ministerio como Obispo de Roma he pretendido valorizar el Sínodo, que constituye una de las herencias más preciosas de la última reunión conciliar”[1]. A juicio del Papa, desde el Concilio Vaticano II a la actual Asamblea Sinodal, “hemos experimentado de manera cada vez más intensa la necesidad y la belleza de caminar juntos”[2].

Esta palabra, novedosa y conocida  a la vez, como acontecimiento viene propuesta por el Papa  como un compromiso programático para todo el tercer milenio: “El mundo en el que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”[3]. En ese sentido, la Comisión Teológica Internacional en el documento sinodalidad en la vida y misión de la Iglesia se ha dado a la tarea de profundizar teológicamente en el significado de este compromiso que aparece como dimensión constitutiva de la Iglesia, al mismo tiempo que da una orientación pastoral acerca de las consecuencias que se derivan de él para la misión[4].

Hablar de sinodalidad  es hablar de comunión y viceversa, pues como afirma el documento arriba citado, “la sinodalidad indica la específica forma de vivir y obrar (modus vivendi et operandi) de la Iglesia Pueblo de Dios que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión en el caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en el participar activamente de todos sus miembros en su misión evangelizadora”[5]. Por eso afirmamos que es una palabra nueva en cuanto que pasa de ser un adjetivo que califica a la Iglesia a un sustantivo que define la Iglesia, pero antigua en su contenido que se refiere precisamente a la espiritualidad de comunión. Sentido en el que la Iglesia ha profundizado bastante. Como dice la Comisión Teológica Internacional al justificar la entrada de esta nueva nomenclatura en el ambiente eclesial: “En la literatura teológica, canónica y pastoral de los últimos decenios se ha hecho común el uso de un sustantivo acuñado recientemente, sinodalidad, correlativo al adjetivo sinodal y derivados los dos de la palabra sínodo. Se habla así de la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia o simplemente de Iglesia sinodal[6]. Así lo entiende el papa Francisco cuando afirma que Iglesia y sínodo son sinónimos y que en consecuencia “la Iglesia no es otra cosa que el caminar juntos de la grey de Dios por los senderos de la historia que sale al encuentro de Cristo el Señor”[7].

En otras palabras, la sinodalidad “se refiere a la corresponsabilidad y a la participación de todo el Pueblo de Dios en la vida y la misión de la Iglesia”[8]. Ésta, sin embargo no es una categoría absoluta; para que sea, además de afectiva, efectiva y auténtica debe considerar, siempre y sin excepciones, el concepto de colegialidad, el cual “precisa el significado teológico y la forma de ejercicio del ministerio de los Obispos en el servicio de la Iglesia particular confiada al cuidado pastoral de cada uno, y en la comunión entre las Iglesias particulares en el seno de la única y universal Iglesia de Cristo, mediante la comunión jerárquica del Colegio episcopal con el Obispo de Roma”[9]. La importancia de la colegialidad radica en que sin la unción que supone la figura misma del obispo es imposible una auténtica comunión eclesial, puesto que “es la forma específica en que se manifiesta y se realiza la sinodalidad eclesial a través del ministerio de los Obispos en el nivel de la comunión entre las Iglesias particulares en una región y en el nivel de la comunión entre todas las Iglesias en la Iglesia universal. Toda auténtica manifestación de sinodalidad exige por su naturaleza el ejercicio del ministerio colegial de los Obispos”[10].

La intención de esta reflexión no es profundizar  en torno a estos conceptos que desarrolla ampliamente el documento arriba citado, ni tampoco comentar el discurso del papa Francisco, que dejamos a consideración del lector; sino hablar de sinodalidad en referencia a la espiritualidad de la comunión, partiendo del magisterio profético del papa san Juan Pablo II, quien tuvo la gran responsabilidad de introducir la Iglesia del tercer milenio. Para ello recurrimos a la carta apostólica Novo millennio ineunte, con la que el Papa dio la bienvenida al nuevo milenio, y en la que hablaba ya de la importancia del sínodo en la Iglesia y del programa para este tercer milenio que apenas comienza. De modo específico nos fijaremos en los pasajes del capítulo tercero que se intitula caminar desde Cristo. De antemano nos disculpamos por los pasajes citados que en su mayoría resultan extensivos, pero necesarios para comprender mejor la profundidad de este compromiso programático  llamado sinodalidad.

¡El programa ya existe!

En efecto, en el contexto del cierre del gran jubileo del año 2000, el Papa advertía con claridad que de frente a los desafíos de nuestro tiempo y del futuro no se trata de inventar un nuevo programa porque el programa ya existe: “No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde. No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio”[11].

De modo que la sinodalidad –caminar juntos– bien entendida, significa, en primer lugar como indica el papa san Juan Pablo II, caminar desde Cristo, único programa que hay que conocer, amar e imitar para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia; éste, dentro de las coordenadas universales e irrenunciables que establece como punto de referencia, exige no obstante también la formulación de orientaciones pastorales adecuadas para que “el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura” (NMI 29).

El camino de la Iglesia para el nuevo milenio se presenta, pues, como bien anota el santo polaco con espíritu sinodal como “una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos” (NMI 29). Sin embargo, señala como punto de referencia y orientación común para la Iglesia universal del tercer milenio, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo puso especialmente de relieve ante sus ojos y que siguen teniendo vigencia para nuestros días. Éstas, además de marcar la continuidad del magisterio eclesial, tienen carácter universal y ciertamente irrenunciable pues, como la sinodalidad, son constitutivas de la Iglesia, ya que de ellas recibe su identidad.

La santidad, pedagogía del tercer milenio

La primera de estas prioridades que el Papa señala como urgencia pastoral para el tercer milenio es la santidad. Dice al respecto: “no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral –sinodal– es el de la santidad… Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante. Descubrir a la Iglesia como misterio, es decir, como pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, llevaba a descubrir también su santidad, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el tres veces Santo (cf. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla (cf. Ef 5,25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado” (NMI 31).

Desde una aproximación histórica, podemos constatar que efectivamente la santidad es el primer calificativo que se le dio a la Iglesia y así se encuentra atestiguado por el símbolo Apostólico, que es el punto de referencia más antiguo de la fe en la Iglesia. En su tercer artículo este credo reza: “Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos…”[12]. A principios del siglo II, la santidad de la Iglesia se encuentra ya atestiguada en San Ignacio de Antioquia y poco después en el Pastor de Hermas, hasta que se asumió en el símbolo Niceno-constantinopolitano del 381: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”[13].

¿Acaso se puede programar la santidad? Se pregunta el Papa al proponer ésta como fundamento de la programación pastoral para el nuevo milenio ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? El cual es sobre todo de orden práctico. “En realidad –dice el Papa– poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (NMI 31).

De ahí la urgencia de proponer de nuevo la pedagogía de la santidad como el camino que la comunidad eclesial y las familias deben recorrer; esto sin olvidar que la santidad es sobre todo un camino personal: “Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos  genios de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno… Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia” (NMI 31).

El arte de la oración

Otro de los aspectos a considerar como prioridad pastoral para el tercer milenio y que está en íntima relación con la pedagogía de la santidad es el arte de la oración. Este viene a ser uno de los signos de los tiempos que la Iglesia está llamada a discernir también en esta hora. En ese sentido se pregunta el Papa: ¿No es acaso un signo de los tiempos el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar? Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato del corazón. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios (Cf. NMI 33).

Para llegar a ser auténticas escuelas de oración, las comunidades cristianas deben educarse; de ahí la importancia de programar ésta también: “hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral… Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración. Convendría valorizar, con el oportuno discernimiento, las formas populares y sobre todo educar en las litúrgicas. Está quizá más cercano de lo que ordinariamente se cree, el día en que en la comunidad cristiana se conjuguen los múltiples compromisos pastorales y de testimonio en el mundo con la celebración eucarística y quizás con el rezo de Laudes y Vísperas. Lo demuestra la experiencia de tantos grupos comprometidos cristianamente, incluso con una buena representación de seglares” (NMI 34).

Cuidar los sacramentos, dones preciosos

El tercer punto de referencia para una programación pastoral adecuada para el tercer milenio es el cuidado de la liturgia, de modo especial de la Eucaristía, tesoro preciado: “Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana… No sabemos qué acontecimientos nos reservará el milenio que está comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá firmemente en las manos de Cristo, el Rey de Reyes y Señor de los Señores (Ap 19,16) y precisamente celebrando su Pascua, no sólo una vez al año sino cada domingo, la Iglesia seguirá indicando a cada generación lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y del destino final del mundo” (NMI 35).

Es este un deber irrenunciable para cada cristiano, sobre todo de frente al nuevo milenio caracterizado por el pluralismo cultural y religioso donde se juega la identidad de la propia Iglesia. Un deber “que se ha de vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente consciente y coherente. Estamos entrando en un milenio que se presenta caracterizado por un profundo entramado de culturas y religiones incluso en Países de antigua cristianización. En muchas regiones los cristianos son, o lo están siendo, un pequeño rebaño (Lc 12,32). Esto les pone  ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en condiciones de soledad y dificultad, los aspectos específicos de su propia identidad. El deber de la participación eucarística cada domingo es una de éstos” (NMI 36).

La Eucaristía dominical, nos recuerda el Papa, “es también el antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad” (NMI 36). En ese sentido la Comisión Teológica Internacional, resaltando el aspecto comunional de la Eucaristía, afirma que “la Eucaristía crea comunión y propicia la comunión con Dios y con los hermanos. Originada en Cristo mediante el Espíritu Santo, la comunión es participada por hombres y mujeres que, teniendo la misma dignidad de Bautizados, reciben del Padre y ejercen con responsabilidad diversas vocaciones para formar con la multitud de los miembros un solo Cuerpo. La rica y libre convergencia de esta pluralidad en la unidad es lo que se activa en los acontecimientos sinodales”[14].

De la mano de la Eucaristía se encuentra también la celebración del sacramento de la reconciliación, condicionado sobre todo por la crisis del sentido del pecado que se da en la cultura contemporánea. Lo que pide el Papa es “una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del Sacramento de la Reconciliación… es necesario que los Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo. ¡No debemos rendirnos, queridos hermanos sacerdotes, ante las crisis contemporáneas! Los dones del Señor —y los Sacramentos son de los más preciosos— vienen de Aquél que conoce bien el corazón del hombre y es el Señor de la historia” (NMI 37).

La primacía de la gracia

En esta misma línea de orientación común para una programación pastoral de carácter universal, junto a la primacía de la santidad y de la oración, es necesario también prestar atención a “un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar… Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada (Lc 5,5)… Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”  (NMI 38).

En último lugar, pero no menos importante, se encuentra la escucha y el anuncio de la Palabra de Dios como prioridades pastorales al comienzo del nuevo milenio. Su importancia radica en que ésta fundamenta la primacía de la vida de gracia: “No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios… Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia” (NMI 39). Sin olvidar por supuesto, como recuerda la Comisión Teológica Internacional, que “la estructura dialógica de la liturgia eucarística es el paradigma del discernimiento comunitario: antes de escucharse unos a otros, los discípulos deben escuchar la Palabra”[15].

Por lo que respecta al anuncio de la Palabra de Dios, dice el Papa: “es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. Sin embargo, esto debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas en las que ha de llegar el mensaje cristiano, de tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada pueblo, sino que sean purificados y llevados a su plenitud. El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación. Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado” (NMI 40).

Espiritualidad de la comunión

Llegados a este punto, nos proponemos ahora hablar de la sinodalidad en relación a la espiritualidad de comunión, que es, como decíamos al principio, el propósito de esta reflexión. También ésta, la sinodalidad, es dimensión constitutiva de la Iglesia[16] en cuanto que se refiere a la comunión, concepto en que reposa todo el misterio de la Iglesia.  De ahí la importancia de darle un espacio privilegiado en la programación para la Iglesia del tercer milenio como dice el papa san Juan Pablo II: “Otro aspecto importante, en el que es necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de la Iglesias particulares, es el de la comunión (koinonía), que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. La comunión es el fruto y la manifestación de aquel amor que, surgiendo del corazón del eterno Padre, se derrama en nosotros a través del Espíritu que Jesús nos da (cf. Rm 5,5), para hacer de todos nosotros  un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32). Realizando esta comunión de amor, la Iglesia se manifiesta como  sacramento, o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano” (NMI 42).

Así pues, la sinodalidad entendida como el “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (NMI 43). Para eso es necesario, antes que cualquier otra cosa, promover una cultura educativa de la espiritualidad de comunión, es decir, generar un modus vivendi et operandi, que viene a ser precisamente el cometido de la sinodalidad. Dice al respecto el Papa: “antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades” (NMI 43).

Espiritualidad de la comunión, dirá el Papa en términos concretos y puntualizando en ese aspecto “significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como uno que me pertenece, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un don para mí, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias” (NMI 43). Se trata de un llamado a la conversión personal y pastoral que se reflejará en consecuencia en las estructuras eclesiales. Como dice el Papa: “no nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento” (NMI 43).

En ese sentido, el camino de la sinodalidad viene a ser un camino espiritual para cultivar la vida de comunión en la Iglesia, la cual, siendo un don y una gracia que viene de Dios, no puede darse por supuesto dado que es de otra parte una tarea y un compromiso que compete a todos los bautizados llamados a generar nuevas relaciones de fraternidad en Cristo, quien nos llama a vivir en el amor y en la verdad de su gracia. Por eso, como dice el Papa: “los espacios de comunión han de ser cultivados y ampliados día a día, a todos los niveles, en el entramado de la vida de cada Iglesia. En ella, la comunión ha de ser patente en las relaciones entre Obispos, presbíteros y diáconos, entre Pastores y todo el Pueblo de Dios, entre clero y religiosos, entre asociaciones y movimientos eclesiales. Para ello se deben valorar cada vez más los organismos de participación previstos por el Derecho canónico, como los Consejos presbiterales y pastorales. Éstos, como es sabido, no se inspiran en los criterios de la democracia parlamentaria, puesto que actúan de manera consultiva y no deliberativa sin embargo, no pierden por ello su significado e importancia. En efecto, la teología y la espiritualidad de la comunión aconsejan una escucha recíproca y eficaz entre Pastores y fieles, manteniéndolos por un lado unidos a priori en todo lo que es esencial y, por otro, impulsándolos a confluir normalmente incluso en lo opinable hacia opciones ponderadas y compartidas” (NMI 45).

En el fondo se trata de darle un alma a la estructura institucional, es decir, confiar en que el Espíritu Santo se manifiesta también a través de los fieles, en quienes reposa el sensus fidei, a veces incluso entre los más jóvenes: “por tanto, así como la prudencia jurídica, poniendo reglas precisas para la participación, manifiesta la estructura jerárquica de la Iglesia y evita tentaciones de arbitrariedad y pretensiones injustificadas, la espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional, con una llamada a la confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del Pueblo de Dios” (NMI 45).

¡Duc in altum!

Ya casi para concluir esta reflexión, conviene tener presente las palabras con que el Papa de los dos milenios nos ha increpado: “¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos… El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza que no defrauda” (NMI 58).

Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, del cual llevamos ya 20 años de historia vivida “debe hacerse más rápida al recorrer los senderos del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias caminan, son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan eucarístico y de la Palabra de vida. Cada domingo Cristo resucitado nos convoca de nuevo como en el Cenáculo, donde al atardecer del día  primero de la semana  (Jn 20,19) se presentó a los suyos para exhalar sobre de ellos el don vivificante del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización” (NMI 58).

Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen María, a quien el Papa, junto con muchos Obispos, ha confiado el tercer milenio: “Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como Estrella de la nueva evangelización. La indico aún como aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. Mujer, he aquí tus hijos, le repito, evocando la voz misma de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante ella, del cariño filial de toda la Iglesia” (NMI 58).

Pertransivit benefaciendo.

[1] Francisco, Discurso 17 de octubre 2015.

[2] Ibid.

[3] Ibid.

[4] Cf. Comisión Teológica Internacional, Sinodalidad en la vida y misión de la Iglesia (2 de marzo 2018), n. 2.

[5] ibid, n. 6.

[6]Ibid, n. 5.

[7] Francisco, Discurso 17 de octubre 2015.

[8] Sinodalidad en la vida y misión de la Iglesia, 7.

[9] Ibid, 7.

[10] Ibid, 7.

[11] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, (6 de enero 2001), n. 29. En adelante NMI.

[12] Credo de los Apóstoles.

[13] Símbolo Niceno-constantinopolitano.

[14] Sinodalidad en la vida y misión de la Iglesia, n. 109.

[15] Ibid, n. 109.

[16] Cf. Francisco, Discurso 17 de octubre 2015.