Sobre la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia Octubre 2019, Diócesis de Querétaro Pbro. Lic. Benito Galván Rivera
Señor ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna,
y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
(Jn 6, 68)
Introducción
No cabe duda que vivimos tiempos tumultuosos, llenos de incertidumbre; tiempos inquietos e inquietantes. Una hora difícil, no sola para la Iglesia, como lo ha manifestado el papa emérito Benedicto XVI[1], sino también para la humanidad, como lo han denunciado los obispos mexicanos en el Proyecto global de pastoral, en que nos advierten de una nueva época en el camino de la humanidad, al cual no es ajena la Iglesia: “Los obispos que servimos a esta amada nación mexicana, estamos convencidos de que la humanidad vive en este momento, un verdadero y profundo cambio de época con diferentes matices, como un extraordinario giro histórico que se percibe en todos los campos de la vida humana” (PGP, 20). Ya en la introducción, hablamos del arribo de esta nueva cultura que desdibuja y mutila la figura humana, así como de la dictadura del relativismo, que es uno de los muchos signos de este giro antropológico-cultural y, que en el ambiente católico se manifiesta como en una especie de apostasía silenciosa que desdibuja y mutila la fe cristiana: “Para algunos creyentes católicos esta inclinación relativista ha significado una renuncia en sus prácticas religiosas, pero lo que es aún más delicado, un abandono práctico de su fe… incluso entre los bautizados y los discípulos de Cristo hay hoy una especie de apostasía silenciosa, un rechazo de Dios y de la fe cristiana en la política, en la economía, en la dimensión ética y moral y en la cultura post-moderna occidental” (PGP, 33).
De frente a esta situación, cada vez más aguda, queremos recordar las enseñanzas respecto a la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, trayendo a la memoria la declaración Dominus Iesus[2]; hermoso documento presentado por el entonces Cardenal Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en el año 2000 que dio la bienvenida al nuevo milenio. Ya entonces el Prefecto advertía sobre los peligros de estas falsas ideologías: “El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso no solo de facto, sino también de iure (o de principio)” (DI, 4). Tal situación afecta las verdades de fe al punto que se retienen éstas como superadas y en ese sentido se socavan incluso los cimientos de la Iglesia misma: “verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otras religiones, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad –aún en la distinción- entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo” (DI, 4). En torno a estos temas es que se desarrolla precisamente la declaración con el fin de recordar la unicidad de Jesucristo, único salvador del mundo, Mesías venido en la carne como evento único de salvación para toda la humanidad.
De fondo lo que estamos padeciendo, sin duda, son las consecuencias de “algunas propuestas teológicas en las cuales, la revelación cristiana y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica o al menos se arroja sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad” (DI, 4). Se trata de presupuestos, tanto de carácter filosófico como teológico, “que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada” (DI, 4). Esta es la razón más profunda de la crisis actual que vivimos al interno de la Iglesia, donde parece que se han infiltrado esas falsas ideologías que afectan no solo los principios doctrinales sino la vida misma de la Iglesia y del creyente. De ahí la necesidad imperante de recordar las enseñanzas respecto al carácter universal de la salvación, punto medular de nuestra fe.
Plenitud y carácter definitivo de la Revelación de Jesucristo
Uno de los presupuestos que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada, dice el documento, es “la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo cual, aquello que es verdad para unos, no lo es para otros” (DI, 4). Sin duda, una de las razones más fuertes que condicionan la verdad revelada; de ahí la primera afirmación positiva en la defensa de la revelación dada en Jesucristo: “Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser en efecto, firmemente creída la afirmación de que, en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6) se da la revelación de la plenitud de la verdad divina” (DI, 5).
Ya el Concilio Vaticano II, en la Dei Verbum afirmaba que “la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación” (DV 2). En tal modo podemos afirmar que Jesucristo, el Verbo hecho carne, no es para nada un revolucionario como algunos pretenden hacernos creer, sino el enviado del Padre “que lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino, así la economía cristiana, como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (DV 4). No es lo mismo revolución que revelación. Está de más decirlo pero precisa hacer la distinción dadas las circunstancias.
La consecuencia pastoral de estas afirmaciones, que deben ser firmemente creídas por “el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (CEC, 150), es la distinción, firmemente retenida, entre la fe teologal y la creencia en las otras religiones o en su defecto, en las culturas ancestrales que hoy pretenden condicionar la hermenéutica misma de la revelación. La fe, como adhesión personal del hombre a Dios, “es la acogida en la gracia de la verdad revelada, que permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente” (DI, 7). La creencia en las otras religiones, en cambio, “es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo divino y al Absoluto” (DI, 7). Estamos en el plano de lo propiamente humano, es decir, en el esfuerzo del hombre por elevarse a Dios en la búsqueda de la verdad que nosotros creemos se ha revelado plenamente en Jesucristo, y en ese sentido son solo intentos de verdadera religiosidad.
La clave, pues, está en la distinción fundamental entre una y otra; tal distinción “no siempre es tenida en consideración en la reflexión actual, por lo cual a menudo se identifica la fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, y la creencia en las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela. Este es uno de los motivos por los cuales se tiende a reducir, y a veces incluso a anular, las diferencias entre el cristianismo y las otras religiones” (DI, 7). Tenemos que ir, pues, más allá del discurso modernista para reafirmarnos en la pretensión cristiana que reconoce en Cristo la verdad plena, Palabra definitiva y, desde ahí, en el respeto que merecen todos los hombres y todas las religiones, trabajar por la paz, la justicia y la caridad, que son el distintivo cristiano.
Unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo
Otra de las afirmaciones fundamentales de nuestra fe, es la de la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo; de ahí el llamado a creer firmemente “como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro” (DI, 13).
Muchos son los testimonios que podemos recoger en el Nuevo Testamento al respecto, pero basta uno sólo para darnos cuenta de que la voluntad salvífica universal de Dios está estrechamente conectada con la única mediación de Cristo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tm 2, 4-6). Por lo tanto, debe ser “firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios” (DI, 14). Misterio pascual que articula toda la vida cristiana en su triple ley: lex orandi, lex credendi, lex vivendi y cuyas resonancias son de carácter cósmico pues Jesucristo es el salvador de toda la humanidad, del cosmos y del universo entero. No hay otro nombre bajo el cual debamos doblar la rodilla.
Esta afirmación de la unicidad mediadora de Jesucristo, no excluye como anota el mismo documento la medicación participada de las otras religiones, en cuanto tengan elementos positivos que puedan entrar en el plan divino de la salvación. Dice el Concilio Vaticano II al respecto: “la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única” (LG, 62). Profundizando en esta misma línea el Papa Juan Pablo II manifestó que “aún cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, estas, sin embargo, cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias” (RM, 5). Son los llamados potentia obedientialis, es decir, las capacidades que tiene el mundo y las demás religiones para abrirse y recibir a Cristo, único mediador entre Dios y los hombres; son disposiciones de la creación para acoger la verdad de la única mediación de Cristo.
La consecuencia pastoral de frente a aquellos que proponen que se eviten términos como “unicidad”, “universalidad”, “absoluto”, cuyo uso según su juicio, daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones, es reafirmarse en la convicción personal y pastoral de este lenguaje que expresa simplemente “la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe” (DI, 15). En efecto, desde un inicio “la comunidad de los creyentes han reconocido que Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él solo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación y la vida divina a toda la humanidad y a cada hombre. En ese sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos” (DI, 15). Fuera de este reconocimiento único, propio, exclusivo, universal y absoluto de Jesucristo el Señor, sellado incluso con la sangre de los mártires, no hay verdadero anuncio del evangelio, sino una desviación del mismo bajo ropajes de humanismos, naturalismos, o falso ecumenismo; peligros latentes en la exposición del evangelio.
Unicidad y unidad de la Iglesia
Pasando ahora a la reflexión sobre la Iglesia, con un cuidado propio de quien sabe está tratando con el misterio y con la delicadeza casi de un cirujano, se habla de la unicidad y unidad de la Iglesia como derivado de la plenitud del misterio salvífico de Cristo; así por lo que se refiere a la unicidad de la Iglesia, se afirma que “como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo, aunque no se identifiquen, son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único Cristo total” (DI, 16). Jesucristo, por su encarnación se ha unido estrechamente a la humanidad como el esposo a la esposa haciéndose semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb 4, 15), justo ahí donde se da la distinción sin separación. En consecuencia, en cuanto la Iglesia es sacramento de salvación, se afirma de modo análogo la unicidad de la esposa de Cristo: “En conexión con la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por él fundada. Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: una sola Iglesia católica y apostólica” (DI, 16), la cual no puede ni debe ser equiparada jamás por ningún motivo con ninguna otra, mucho menos con cualquier expresión religiosa o pseudo-religiosa de carácter propiamente humano.
Por lo que se refiere a la unidad de la Iglesia, no obstante los avatares de la historia, “los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica” (DI, 16). Así recordando las enseñanzas de la Lumen gentium se retiene que “esta es la única Iglesia de Cristo […] que nuestro salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara, confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y su gobierno, y la erigió para siempre como columna y fundamento de la verdad. Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él” (LG, 8). La expresión subsistit in no es casual, sino por el contrario completamente intencionada, pues con ella el Concilio Vaticano II quiso armonizar dos afirmaciones doctrinales: “por un lado que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente solo en la Iglesia católica y, por otro lado, que fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad, ya sea en las Iglesias o en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica. Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica” (DI, 16). La razón más fuerte sin duda es la continuidad ininterrumpida de la sucesión apostólica, sobre todo en la figura del sucesor de Pedro, así como la pretensión de verdad o de pureza de doctrina que hasta hoy han resguardado los Papas y los obispos fielmente.
De este modo, se afirma con certeza que existe “una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él. Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias particulares… Por el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas comunidades, por el bautismo, han sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta con la Iglesia. En efecto, el bautismo en sí tiende al completo desarrollo de la vida en Cristo mediante la íntegra profesión de fe, la Eucaristía y la plena comunión en la Iglesia” (DI, 17). Tales condiciones nos hacen pensar en la seriedad del asunto, el cual no debe para nada relativizarse, pues prescindir de Jesucristo y de la sacramentalidad de la Iglesia es caer en ideologías humanistas que llevan al hombre a encerrarse en su propia inmanencia.
La Iglesia y las Religiones en relación a la salvación
De frente a propuestas problemáticas o incluso erróneas, que relativizan el carácter sacramental de la Iglesia y de sus sacramentos, conduciendo a una especie de creacionismo donde se afirma que todos los hombres han sido creados no solo a imagen y semejanza de Dios, sino en condición filial, “debe ser firmemente creído que la Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo, confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios; por lo tanto, es necesario, pues mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación” (DI, 20). Así se evitará caer en aquellas falsas espiritualidades planetarias que promueven una fraternidad universal sin Cristo, y sin sacramento universal de salvación.
De este modo, sosteniendo la doctrina de la unicidad de la Iglesia de frente a las demás religiones, se afirma que “sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones. Estas serían complementarias a la Iglesia o incluso substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de Dios” (DI, 21). Nos referimos a la primacía que tiene la Iglesia en razón de la unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo: “con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres. Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que una religión es tan buena como la otra. Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que, objetivamente, se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos” (DI, 22). Queda claro que no por sus méritos propios, sino en razón del carácter universal de la salvación dada en Jesucristo, único Mesías venido en la carne.
De todo esto que hemos dicho, derivan dos consecuencias lógicas para la Iglesia que tienen que ver con la misión Ad gentes y con la verdad de Cristo confiada a ésta: “La Iglesia anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas […] LA SALVACIÓN SE ENCUENTRA EN LA VERDAD. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera” (DI, 22). No se trata de una absolutización de la verdad, sino del reconocimiento de la persona de Jesucristo como la verdad misma que ilumina a todos los hombres, de todos los tiempos, de todos los pueblos. La verdad es Cristo y en ese sentido “se impone como autoridad universal” (DI, 23).
Finalmente, es tarea de la Iglesia llamar a la conversión en Cristo a través de su Iglesia para pasar por la puerta estrecha del bautismo y de los demás sacramentos y así poder entrar en la comunión plena con Dios en la observancia de sus mandamientos: “La Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad, debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y en proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye, sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo” (DI, 22). En ese sentido, la Iglesia es, como nos enseña la Tradición, Madre y Maestra; madre que engendra a los hijos de Dios, siempre y sólo por vía sacramental y, maestra que enseña y corrige con amor para conducir a sus hijos por el camino de la verdad, que es el camino de la salvación, porque como ya dijimos “la salvación se encuentra en la verdad”.
Jesucristo, único Redentor del mundo
La verdad a la que nos referimos, no es una construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello[3]. Esta Verdad es Cristo mismo, nuestro Redentor, por quien nos viene la salvación. El nos ha revelado el misterio de Dios escondido, su ser más íntimo, que nos permite comprender sus obras; de ahí la necesidad de reencontrarnos con Él, como nos dicen los obispos mexicanos: “Necesitamos reencontrarnos con el Dios de Jesucristo, necesitamos volver al Evangelio. Porque solamente desde allí podemos comprender quiénes somos y a qué estamos llamados como Iglesia Redimida. La llamada crisis antropológico-cultural nos pide replantear nuestros esquemas de evangelización para el ser humano concreto a quien estamos llamados a servir; para recuperar una sana visión del ser humano, hemos de hacerlo desde la contemplación del misterio de Cristo Redentor” (PGP, 102).
La necesidad de este nuevo acercamiento, que hace eco de la llamada a la nueva evangelización que hizo en su momento San Juan Pablo II, debe considerar además de la bondad con que ha sido creado el ser humano, también y sin excepciones, la realidad del pecado y sus consecuencias. Encontrarnos con el Dios de Jesucristo, dicen los obispos, “nos permitirá contemplar en Él una imagen de hombre que reconozca la bondad original con la que fuimos creados, en libertad y para el bien. Pero también nos permitirá contemplar nuestro ser fracturado interiormente, nuestras dificultades para mantener el equilibrio interior, los conflictos interpersonales, el pecado humano que hoy tiene múltiples manifestaciones y la ambigüedad radical de la vida humana que tiene rostro de crisis de esperanza” (PGP, 102).
En la misma línea que establece la declaración Dominus Iesus, documento que nos ha acompañado a lo largo de esta reflexión, los obispos mexicanos desean responder a tres planteamientos fundamentales: ¿Qué es lo que se quiere decir con la afirmación de que Jesucristo nos ha redimido? ¿Qué papel juega el Padre y el Espíritu en la obra redentora de Jesucristo? ¿Qué le corresponde al ser humano y a la comunidad de discípulos en la obra de la Redención? A lo primero responden con la afirmación clara de que “la redención de Jesucristo no se reduce al momento de la entrega de su vida en la muerte en la cruz. El acontecimiento Jesucristo es todo redentor: desde la creación del universo de la que Jesucristo es mediador, su encarnación, su predicación y su praxis del Reino de Dios, la confirmación de su comunidad de discípulos, su muerte y resurrección, la comunidad de su Espíritu, su presencia como resucitado en el mundo, en la humanidad, en la Iglesia, su trabajo permanente en la obra de cristificación de la realidad, hasta que todas las cosas lo tengan por cabeza” (PGP, 104). Esto significa que la redención ha sido ya realizada, pero sigue en un dinamismo abierto a la plenitud de Cristo, es decir, abierta a la resolución escatológica que se sintetiza en el adagio “ya, pero todavía no”.
Otra de las verdades que nos recuerdan los obispos y que nos permite dimensionar el misterio de la redención en Cristo, es que “la redención es un momento fundamental de un proyecto más amplio, el proyecto de salvación de Dios: el Padre, que por el Espíritu se abre en su Hijo eterno a nosotros por un amor infinito con el fin de plenificar, consumar y recapitular todo en Él. Redención hace referencia a rescate, liberación de una situación negativa, de modo que, en la obra de salvación de Jesucristo, la Redención es uno de los momentos del proceso. Viene a hacernos hijos en Él, a incorporarnos a la vida divina por la acción del Espíritu, y este movimiento incluye liberarnos del pecado y de la muerte en la que nos encuentra” (PGP, 105). Desde esta perspectiva que nos invita a mirar con mayor amplitud, “la redención ha de ser, entonces, enmarcada en el horizonte amplío de la incorporación de la humanidad dentro de la vida de comunión con la Trinidad Santa: una Alianza con la cual Dios quiere asociar los seres humanos a su vida, realizando todo lo que es positivo dentro de ellos y liberándonos de todo lo que es negativo dentro de ellos y que frustra su vida, su felicidad y su desarrollo” (PGP, 106). La Iglesia, veluti sacramentum, viene a ser entonces ese “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG, 1); es decir, la patente que hace manifiesta la unión íntima de Dios, la unión de Dios con la humanidad en la persona de Cristo y la unión de todo el género humano, porque la Iglesia no es otra que la humanidad misma en cuanto se alza y cree reconociendo a Cristo como único Mesías venido en la carne para salvación de todos.
La Redención de Cristo tiene resonancias cósmicas, y en ese sentido, nos recuerdan los obispos con la intención de responder a la segunda cuestión, “todo está sellado por la presencia salvífica de Jesucristo, mediador de la creación. Todo fue creado por Él y para Él (Col 1, 6). Las creaturas todas participan de este proyecto del Padre en Cristo, y son animadas por su Espíritu, sin el cual todo vuelve al polvo. Este mundo hermoso y maravilloso que habitamos, del cual somos responsables por encargo del Creador, nos revela la presencia de Jesucristo y nos hermana con él. De aquí nace nuestra responsabilidad para cuidarlo y cultivarlo. En esta casa grande que junto a nosotros camina hacia la consumación en Cristo, hacia su finalización en Él, cuando todas las cosas tengan a Cristo por cabeza. La Redención abraza al cosmos entero” (PGP, 108).
Finalmente, como Iglesia que peregrina en México, respondiendo al tercer planteamiento de los obispos ¿qué podemos y debemos hacer? Sin titubeos, considero que debemos adherirnos firmemente a la profesión pública de fe, que en espíritu de comunión nuestros obispos mexicanos han hecho en Jesucristo, único redentor del mundo: “Quienes ejercemos el ministerio de la conducción, acompañando como obispos de esta porción del pueblo de Dios que peregrina en tierras mexicanas, confesamos a Jesucristo como nuestro Redentor. De su encarnación, su vida, su muerte, su resurrección y el envío de su Espíritu, nace la certeza de su compromiso incondicional con cada uno de nosotros y su presencia en nuestra historia. Su persona es el sí de Dios a los hombres, la fidelidad de Dios a sus promesas. Somos sus hijos, su familia, su comunidad, su pueblo y, por eso, nos sentimos seguros” (PGP, 90). Con ellos, reconocemos que “el criterio que ilumina y fundamenta nuestro juicio es la persona y la vida de Jesucristo, el proyecto del Padre que Él nos ha revelado y que el Espíritu Santo nos ayuda a comprender. Nuestra medida es Jesucristo Redentor, el Evangelio del Padre, nuestro Señor y salvador” (PGP, 88).
[1] Cf. Benedicto XVI, carta la Iglesia y el escándalo del abuso sexual, (2019).
[2] Congregación para la Doctrina de la fe, Dominus Iesus (2000). En adelante DI.
[3] Cfr. Francisco, mensaje para la cuaresma 2021.
Jesucristo, único redentor del mundo
Sobre la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia
Octubre 2019, Diócesis de Querétaro
Pbro. Lic. Benito Galván Rivera
Señor ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna,
y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
(Jn 6, 68)
No cabe duda que vivimos tiempos tumultuosos, llenos de incertidumbre; tiempos inquietos e inquietantes. Una hora difícil, no sola para la Iglesia, como lo ha manifestado el papa emérito Benedicto XVI[1], sino también para la humanidad, como lo han denunciado los obispos mexicanos en el Proyecto global de pastoral, en que nos advierten de una nueva época en el camino de la humanidad, al cual no es ajena la Iglesia: “Los obispos que servimos a esta amada nación mexicana, estamos convencidos de que la humanidad vive en este momento, un verdadero y profundo cambio de época con diferentes matices, como un extraordinario giro histórico que se percibe en todos los campos de la vida humana” (PGP, 20). Ya en la introducción, hablamos del arribo de esta nueva cultura que desdibuja y mutila la figura humana, así como de la dictadura del relativismo, que es uno de los muchos signos de este giro antropológico-cultural y, que en el ambiente católico se manifiesta como en una especie de apostasía silenciosa que desdibuja y mutila la fe cristiana: “Para algunos creyentes católicos esta inclinación relativista ha significado una renuncia en sus prácticas religiosas, pero lo que es aún más delicado, un abandono práctico de su fe… incluso entre los bautizados y los discípulos de Cristo hay hoy una especie de apostasía silenciosa, un rechazo de Dios y de la fe cristiana en la política, en la economía, en la dimensión ética y moral y en la cultura post-moderna occidental” (PGP, 33).
De frente a esta situación, cada vez más aguda, queremos recordar las enseñanzas respecto a la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, trayendo a la memoria la declaración Dominus Iesus[2]; hermoso documento presentado por el entonces Cardenal Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en el año 2000 que dio la bienvenida al nuevo milenio. Ya entonces el Prefecto advertía sobre los peligros de estas falsas ideologías: “El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso no solo de facto, sino también de iure (o de principio)” (DI, 4). Tal situación afecta las verdades de fe al punto que se retienen éstas como superadas y en ese sentido se socavan incluso los cimientos de la Iglesia misma: “verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otras religiones, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad –aún en la distinción- entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo” (DI, 4). En torno a estos temas es que se desarrolla precisamente la declaración con el fin de recordar la unicidad de Jesucristo, único salvador del mundo, Mesías venido en la carne como evento único de salvación para toda la humanidad.
De fondo lo que estamos padeciendo, sin duda, son las consecuencias de “algunas propuestas teológicas en las cuales, la revelación cristiana y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica o al menos se arroja sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad” (DI, 4). Se trata de presupuestos, tanto de carácter filosófico como teológico, “que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada” (DI, 4). Esta es la razón más profunda de la crisis actual que vivimos al interno de la Iglesia, donde parece que se han infiltrado esas falsas ideologías que afectan no solo los principios doctrinales sino la vida misma de la Iglesia y del creyente. De ahí la necesidad imperante de recordar las enseñanzas respecto al carácter universal de la salvación, punto medular de nuestra fe.
Uno de los presupuestos que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada, dice el documento, es “la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo cual, aquello que es verdad para unos, no lo es para otros” (DI, 4). Sin duda, una de las razones más fuertes que condicionan la verdad revelada; de ahí la primera afirmación positiva en la defensa de la revelación dada en Jesucristo: “Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser en efecto, firmemente creída la afirmación de que, en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6) se da la revelación de la plenitud de la verdad divina” (DI, 5).
Ya el Concilio Vaticano II, en la Dei Verbum afirmaba que “la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación” (DV 2). En tal modo podemos afirmar que Jesucristo, el Verbo hecho carne, no es para nada un revolucionario como algunos pretenden hacernos creer, sino el enviado del Padre “que lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino, así la economía cristiana, como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (DV 4). No es lo mismo revolución que revelación. Está de más decirlo pero precisa hacer la distinción dadas las circunstancias.
La consecuencia pastoral de estas afirmaciones, que deben ser firmemente creídas por “el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (CEC, 150), es la distinción, firmemente retenida, entre la fe teologal y la creencia en las otras religiones o en su defecto, en las culturas ancestrales que hoy pretenden condicionar la hermenéutica misma de la revelación. La fe, como adhesión personal del hombre a Dios, “es la acogida en la gracia de la verdad revelada, que permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente” (DI, 7). La creencia en las otras religiones, en cambio, “es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo divino y al Absoluto” (DI, 7). Estamos en el plano de lo propiamente humano, es decir, en el esfuerzo del hombre por elevarse a Dios en la búsqueda de la verdad que nosotros creemos se ha revelado plenamente en Jesucristo, y en ese sentido son solo intentos de verdadera religiosidad.
La clave, pues, está en la distinción fundamental entre una y otra; tal distinción “no siempre es tenida en consideración en la reflexión actual, por lo cual a menudo se identifica la fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, y la creencia en las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela. Este es uno de los motivos por los cuales se tiende a reducir, y a veces incluso a anular, las diferencias entre el cristianismo y las otras religiones” (DI, 7). Tenemos que ir, pues, más allá del discurso modernista para reafirmarnos en la pretensión cristiana que reconoce en Cristo la verdad plena, Palabra definitiva y, desde ahí, en el respeto que merecen todos los hombres y todas las religiones, trabajar por la paz, la justicia y la caridad, que son el distintivo cristiano.
Otra de las afirmaciones fundamentales de nuestra fe, es la de la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo; de ahí el llamado a creer firmemente “como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro” (DI, 13).
Muchos son los testimonios que podemos recoger en el Nuevo Testamento al respecto, pero basta uno sólo para darnos cuenta de que la voluntad salvífica universal de Dios está estrechamente conectada con la única mediación de Cristo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tm 2, 4-6). Por lo tanto, debe ser “firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios” (DI, 14). Misterio pascual que articula toda la vida cristiana en su triple ley: lex orandi, lex credendi, lex vivendi y cuyas resonancias son de carácter cósmico pues Jesucristo es el salvador de toda la humanidad, del cosmos y del universo entero. No hay otro nombre bajo el cual debamos doblar la rodilla.
Esta afirmación de la unicidad mediadora de Jesucristo, no excluye como anota el mismo documento la medicación participada de las otras religiones, en cuanto tengan elementos positivos que puedan entrar en el plan divino de la salvación. Dice el Concilio Vaticano II al respecto: “la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única” (LG, 62). Profundizando en esta misma línea el Papa Juan Pablo II manifestó que “aún cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, estas, sin embargo, cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias” (RM, 5). Son los llamados potentia obedientialis, es decir, las capacidades que tiene el mundo y las demás religiones para abrirse y recibir a Cristo, único mediador entre Dios y los hombres; son disposiciones de la creación para acoger la verdad de la única mediación de Cristo.
La consecuencia pastoral de frente a aquellos que proponen que se eviten términos como “unicidad”, “universalidad”, “absoluto”, cuyo uso según su juicio, daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones, es reafirmarse en la convicción personal y pastoral de este lenguaje que expresa simplemente “la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe” (DI, 15). En efecto, desde un inicio “la comunidad de los creyentes han reconocido que Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él solo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación y la vida divina a toda la humanidad y a cada hombre. En ese sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos” (DI, 15). Fuera de este reconocimiento único, propio, exclusivo, universal y absoluto de Jesucristo el Señor, sellado incluso con la sangre de los mártires, no hay verdadero anuncio del evangelio, sino una desviación del mismo bajo ropajes de humanismos, naturalismos, o falso ecumenismo; peligros latentes en la exposición del evangelio.
Pasando ahora a la reflexión sobre la Iglesia, con un cuidado propio de quien sabe está tratando con el misterio y con la delicadeza casi de un cirujano, se habla de la unicidad y unidad de la Iglesia como derivado de la plenitud del misterio salvífico de Cristo; así por lo que se refiere a la unicidad de la Iglesia, se afirma que “como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo, aunque no se identifiquen, son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único Cristo total” (DI, 16). Jesucristo, por su encarnación se ha unido estrechamente a la humanidad como el esposo a la esposa haciéndose semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb 4, 15), justo ahí donde se da la distinción sin separación. En consecuencia, en cuanto la Iglesia es sacramento de salvación, se afirma de modo análogo la unicidad de la esposa de Cristo: “En conexión con la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por él fundada. Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: una sola Iglesia católica y apostólica” (DI, 16), la cual no puede ni debe ser equiparada jamás por ningún motivo con ninguna otra, mucho menos con cualquier expresión religiosa o pseudo-religiosa de carácter propiamente humano.
Por lo que se refiere a la unidad de la Iglesia, no obstante los avatares de la historia, “los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica” (DI, 16). Así recordando las enseñanzas de la Lumen gentium se retiene que “esta es la única Iglesia de Cristo […] que nuestro salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara, confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y su gobierno, y la erigió para siempre como columna y fundamento de la verdad. Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él” (LG, 8). La expresión subsistit in no es casual, sino por el contrario completamente intencionada, pues con ella el Concilio Vaticano II quiso armonizar dos afirmaciones doctrinales: “por un lado que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente solo en la Iglesia católica y, por otro lado, que fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad, ya sea en las Iglesias o en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica. Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica” (DI, 16). La razón más fuerte sin duda es la continuidad ininterrumpida de la sucesión apostólica, sobre todo en la figura del sucesor de Pedro, así como la pretensión de verdad o de pureza de doctrina que hasta hoy han resguardado los Papas y los obispos fielmente.
De este modo, se afirma con certeza que existe “una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él. Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias particulares… Por el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas comunidades, por el bautismo, han sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta con la Iglesia. En efecto, el bautismo en sí tiende al completo desarrollo de la vida en Cristo mediante la íntegra profesión de fe, la Eucaristía y la plena comunión en la Iglesia” (DI, 17). Tales condiciones nos hacen pensar en la seriedad del asunto, el cual no debe para nada relativizarse, pues prescindir de Jesucristo y de la sacramentalidad de la Iglesia es caer en ideologías humanistas que llevan al hombre a encerrarse en su propia inmanencia.
De frente a propuestas problemáticas o incluso erróneas, que relativizan el carácter sacramental de la Iglesia y de sus sacramentos, conduciendo a una especie de creacionismo donde se afirma que todos los hombres han sido creados no solo a imagen y semejanza de Dios, sino en condición filial, “debe ser firmemente creído que la Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo, confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios; por lo tanto, es necesario, pues mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación” (DI, 20). Así se evitará caer en aquellas falsas espiritualidades planetarias que promueven una fraternidad universal sin Cristo, y sin sacramento universal de salvación.
De este modo, sosteniendo la doctrina de la unicidad de la Iglesia de frente a las demás religiones, se afirma que “sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones. Estas serían complementarias a la Iglesia o incluso substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de Dios” (DI, 21). Nos referimos a la primacía que tiene la Iglesia en razón de la unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo: “con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres. Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que una religión es tan buena como la otra. Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que, objetivamente, se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos” (DI, 22). Queda claro que no por sus méritos propios, sino en razón del carácter universal de la salvación dada en Jesucristo, único Mesías venido en la carne.
De todo esto que hemos dicho, derivan dos consecuencias lógicas para la Iglesia que tienen que ver con la misión Ad gentes y con la verdad de Cristo confiada a ésta: “La Iglesia anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas […] LA SALVACIÓN SE ENCUENTRA EN LA VERDAD. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera” (DI, 22). No se trata de una absolutización de la verdad, sino del reconocimiento de la persona de Jesucristo como la verdad misma que ilumina a todos los hombres, de todos los tiempos, de todos los pueblos. La verdad es Cristo y en ese sentido “se impone como autoridad universal” (DI, 23).
Finalmente, es tarea de la Iglesia llamar a la conversión en Cristo a través de su Iglesia para pasar por la puerta estrecha del bautismo y de los demás sacramentos y así poder entrar en la comunión plena con Dios en la observancia de sus mandamientos: “La Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad, debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y en proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye, sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo” (DI, 22). En ese sentido, la Iglesia es, como nos enseña la Tradición, Madre y Maestra; madre que engendra a los hijos de Dios, siempre y sólo por vía sacramental y, maestra que enseña y corrige con amor para conducir a sus hijos por el camino de la verdad, que es el camino de la salvación, porque como ya dijimos “la salvación se encuentra en la verdad”.
La verdad a la que nos referimos, no es una construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello[3]. Esta Verdad es Cristo mismo, nuestro Redentor, por quien nos viene la salvación. El nos ha revelado el misterio de Dios escondido, su ser más íntimo, que nos permite comprender sus obras; de ahí la necesidad de reencontrarnos con Él, como nos dicen los obispos mexicanos: “Necesitamos reencontrarnos con el Dios de Jesucristo, necesitamos volver al Evangelio. Porque solamente desde allí podemos comprender quiénes somos y a qué estamos llamados como Iglesia Redimida. La llamada crisis antropológico-cultural nos pide replantear nuestros esquemas de evangelización para el ser humano concreto a quien estamos llamados a servir; para recuperar una sana visión del ser humano, hemos de hacerlo desde la contemplación del misterio de Cristo Redentor” (PGP, 102).
La necesidad de este nuevo acercamiento, que hace eco de la llamada a la nueva evangelización que hizo en su momento San Juan Pablo II, debe considerar además de la bondad con que ha sido creado el ser humano, también y sin excepciones, la realidad del pecado y sus consecuencias. Encontrarnos con el Dios de Jesucristo, dicen los obispos, “nos permitirá contemplar en Él una imagen de hombre que reconozca la bondad original con la que fuimos creados, en libertad y para el bien. Pero también nos permitirá contemplar nuestro ser fracturado interiormente, nuestras dificultades para mantener el equilibrio interior, los conflictos interpersonales, el pecado humano que hoy tiene múltiples manifestaciones y la ambigüedad radical de la vida humana que tiene rostro de crisis de esperanza” (PGP, 102).
En la misma línea que establece la declaración Dominus Iesus, documento que nos ha acompañado a lo largo de esta reflexión, los obispos mexicanos desean responder a tres planteamientos fundamentales: ¿Qué es lo que se quiere decir con la afirmación de que Jesucristo nos ha redimido? ¿Qué papel juega el Padre y el Espíritu en la obra redentora de Jesucristo? ¿Qué le corresponde al ser humano y a la comunidad de discípulos en la obra de la Redención? A lo primero responden con la afirmación clara de que “la redención de Jesucristo no se reduce al momento de la entrega de su vida en la muerte en la cruz. El acontecimiento Jesucristo es todo redentor: desde la creación del universo de la que Jesucristo es mediador, su encarnación, su predicación y su praxis del Reino de Dios, la confirmación de su comunidad de discípulos, su muerte y resurrección, la comunidad de su Espíritu, su presencia como resucitado en el mundo, en la humanidad, en la Iglesia, su trabajo permanente en la obra de cristificación de la realidad, hasta que todas las cosas lo tengan por cabeza” (PGP, 104). Esto significa que la redención ha sido ya realizada, pero sigue en un dinamismo abierto a la plenitud de Cristo, es decir, abierta a la resolución escatológica que se sintetiza en el adagio “ya, pero todavía no”.
Otra de las verdades que nos recuerdan los obispos y que nos permite dimensionar el misterio de la redención en Cristo, es que “la redención es un momento fundamental de un proyecto más amplio, el proyecto de salvación de Dios: el Padre, que por el Espíritu se abre en su Hijo eterno a nosotros por un amor infinito con el fin de plenificar, consumar y recapitular todo en Él. Redención hace referencia a rescate, liberación de una situación negativa, de modo que, en la obra de salvación de Jesucristo, la Redención es uno de los momentos del proceso. Viene a hacernos hijos en Él, a incorporarnos a la vida divina por la acción del Espíritu, y este movimiento incluye liberarnos del pecado y de la muerte en la que nos encuentra” (PGP, 105). Desde esta perspectiva que nos invita a mirar con mayor amplitud, “la redención ha de ser, entonces, enmarcada en el horizonte amplío de la incorporación de la humanidad dentro de la vida de comunión con la Trinidad Santa: una Alianza con la cual Dios quiere asociar los seres humanos a su vida, realizando todo lo que es positivo dentro de ellos y liberándonos de todo lo que es negativo dentro de ellos y que frustra su vida, su felicidad y su desarrollo” (PGP, 106). La Iglesia, veluti sacramentum, viene a ser entonces ese “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG, 1); es decir, la patente que hace manifiesta la unión íntima de Dios, la unión de Dios con la humanidad en la persona de Cristo y la unión de todo el género humano, porque la Iglesia no es otra que la humanidad misma en cuanto se alza y cree reconociendo a Cristo como único Mesías venido en la carne para salvación de todos.
La Redención de Cristo tiene resonancias cósmicas, y en ese sentido, nos recuerdan los obispos con la intención de responder a la segunda cuestión, “todo está sellado por la presencia salvífica de Jesucristo, mediador de la creación. Todo fue creado por Él y para Él (Col 1, 6). Las creaturas todas participan de este proyecto del Padre en Cristo, y son animadas por su Espíritu, sin el cual todo vuelve al polvo. Este mundo hermoso y maravilloso que habitamos, del cual somos responsables por encargo del Creador, nos revela la presencia de Jesucristo y nos hermana con él. De aquí nace nuestra responsabilidad para cuidarlo y cultivarlo. En esta casa grande que junto a nosotros camina hacia la consumación en Cristo, hacia su finalización en Él, cuando todas las cosas tengan a Cristo por cabeza. La Redención abraza al cosmos entero” (PGP, 108).
Finalmente, como Iglesia que peregrina en México, respondiendo al tercer planteamiento de los obispos ¿qué podemos y debemos hacer? Sin titubeos, considero que debemos adherirnos firmemente a la profesión pública de fe, que en espíritu de comunión nuestros obispos mexicanos han hecho en Jesucristo, único redentor del mundo: “Quienes ejercemos el ministerio de la conducción, acompañando como obispos de esta porción del pueblo de Dios que peregrina en tierras mexicanas, confesamos a Jesucristo como nuestro Redentor. De su encarnación, su vida, su muerte, su resurrección y el envío de su Espíritu, nace la certeza de su compromiso incondicional con cada uno de nosotros y su presencia en nuestra historia. Su persona es el sí de Dios a los hombres, la fidelidad de Dios a sus promesas. Somos sus hijos, su familia, su comunidad, su pueblo y, por eso, nos sentimos seguros” (PGP, 90). Con ellos, reconocemos que “el criterio que ilumina y fundamenta nuestro juicio es la persona y la vida de Jesucristo, el proyecto del Padre que Él nos ha revelado y que el Espíritu Santo nos ayuda a comprender. Nuestra medida es Jesucristo Redentor, el Evangelio del Padre, nuestro Señor y salvador” (PGP, 88).
[1] Cf. Benedicto XVI, carta la Iglesia y el escándalo del abuso sexual, (2019).
[2] Congregación para la Doctrina de la fe, Dominus Iesus (2000). En adelante DI.
[3] Cfr. Francisco, mensaje para la cuaresma 2021.
Jesucristo, único redentor del mundo
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