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El Pueblo de Dios como Templo

octubre 30, 2021 Benito Galvan Comments Off

Joaquín Ciervide S. I.

Traducción: P. Benito Galván Rivera

Nota del Traductor

La presente reflexión de Joaquín Ciervide, traducida por un servidor, se ofrece con todo respeto como un ejercicio de consciencia para los consagrados a propósito de la situación actual que vivimos; es una invitación a dejarse interpelar de modo personal para hacer una revisión de vida. El primero en ser interpelado por supuesto soy yo mismo. Hay que aclarar que el discurso no se refiere al humanismo piadoso que sacraliza de facto la humanidad y sus problemas prescindiendo de Dios; hablar del pueblo de Dios supone la fe y el carácter sacramental, es decir, la humanidad en cuanto se alza y cree, esto es, la Iglesia, comunidad de creyentes: “porque santo es el templo de Dios, que son ustedes” (1 Cor 3, 17).

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¿Se debe buscar a Dios en la soledad o en las relaciones humanas? Las dos vías son igualmente válidas, y es un hecho comprobado. Respecto a la soledad, pensamos por ejemplo en los anacoretas de tiempos antiguos; respecto a las relaciones humanas, en los sacerdotes obreros del siglo XX; o también en Santa Teresa de Lisieux por la contemplación y en san Francisco Javier por la acción.

Existe una tercera posibilidad, que consiste en buscar a Dios en la soledad y en el contacto social, intentando encontrar un adecuado ritmo de alternancia, como el flujo y reflujo de las olas en la playa. Sin minimizar el beneficio espiritual de la soledad, aquí quisiera explorar las posibilidades de búsqueda de Dios en el contacto con la gente. ¿No es quizá una espiritualidad que nace de la relación con las personas, sobre todo con las más sencillas? Quisiera aquí rendir homenaje a tantas personas sencillas que, por el hecho de ser aquello que son, me han ayudado y me ayudan a ser sacerdote y religioso.

¿Quién nos liberará de la tristeza?

Hoy la gente sufre. Nosotros, sacerdotes y religiosos, no sufrimos del mismo modo. Por ejemplo, a nosotros no nos falta ni el trabajo, ni los bienes materiales, ni la posibilidad de cuidar la salud, ni los medios y las ocasiones para nuestra formación permanente.

En estos últimos tiempos el sufrimiento de la gente está aumentando. Corremos el riesgo de encerrarnos en nuestro capullo, como el gusano de seda, y de acomodarnos en nuestro sacerdocio y en nuestra vida religiosa como en un refugio para permanecer en la comodidad y en la seguridad.

Ahora bien, no es a los religiosos sino a la gente sencilla de Corinto que San Pablo escribe: “Nosotros somos de hecho el templo de Dios viviente, como el mismo Dios lo ha dicho: habitaré en medio de ellos y con ellos caminaré y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (2 Cor 6, 16). Encerrados en nuestro capullo, nos condenamos a vivir en nuestra propia tristeza: aquella de la falta de comunión con la mayor parte de las personas, aquella de vivir en casas rodeadas de muros, aquella de evitar los desafíos evangélicos y de sofocar en nosotros la compasión del buen samaritano (LC 10, 25-37), aquella de no perder la propia vida para salvarla (Mc 8, 34-35), etc.

Sin darnos cuenta, nos encontramos en el lado equivocado. Pensamos que estamos del lado de los apóstoles y que podemos repetir las palabras de Pedro: “en efecto, nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mc 10, 28), pero de hecho estamos todavía, o de nuevo, en el lado del hombre rico. Como él, observamos los mandamientos de Dios y, como él, somos interpelados por Jesús: “Jesús fijó su mirada sobre él, lo amó y le dijo: una sola cosa te falta: ve vende aquello que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme” (Mc 10, 21). Encerrados en nuestro capullo, reaccionamos como el joven rico y llegamos al mismo resultado: “Pero por estas palabras él se afligió y se fue entristecido” (Mc 10, 22).

Por otra parte, una cierta tristeza, puede ser también una gracia. En los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, en la primera regla de discernimiento de los espíritus, se afirma: “[a las] personas que van de pecado mortal en pecado mortal […] el espíritu bueno […] les punza y les remuerde la conciencia” (EE 314). Es en esta línea de reflexión que hablamos de la “gracia de la tristeza”. El Espíritu bueno da tristeza para hacer sentir el mal que hay en el aislamiento.

Es una cosa buena para el religioso que vive lejos de la gente probar sufrimiento por la propia situación. No es necesario que todos los religiosos permanezcan en contacto casi cotidiano con el pueblo. Pensemos por ejemplo en los responsables de comunidades, de instituciones, o en los investigadores, etc. No se trata de cambiar su trabajo o su estilo de vida. Pero si Dios les da “la gracia de la tristeza”, ellos vivirán el amor por la gente como algo que falta, como una dimensión de su vida que han debido sacrificar y por la cual prueban una cierta nostalgia.

Los hebreos, durante su exilio en Babilonia, oraban para no olvidar el templo. Análogamente, el religioso que se encuentra lejos del pueblo puede orar así: “Que se me pegue la lengua al paladar, si me olvido de ti, si no pongo a Jerusalén [el pueblo] por encima de mis alegrías” (Sal 137, 6). A nosotros que estamos lejos, Dios nos exhorta a buscar mayor contacto con las personas y a buscarlo a Él más conscientemente en tales contactos.

 ¿Cómo romper el capullo del gusano de seda?

Vivir con la gente en una parroquia, en un barrio, en un ambulatorio o en una escuela exige dedicación. Más allá de los esfuerzos de adaptación y el eventual aprendizaje de la lengua, están “los problemas” a afrontar. Se quiera o no, se vive en medio a “casos” de los que se es testigo directo o que las personas nos vienen a exponer: hambre a fin de mes, enfermedades que se manifiestan en momentos críticos, tempestades que han destruido una casa, un joven arrestado por la policía, etc.

Si debemos preparar el terreno para la búsqueda de Dios en el contacto con la gente, aquí un consejo muy simple: “permanezcamos abiertos a los problemas”. Pero debemos agregar inmediatamente: “sin dejarse abrumar”. Más aún: “sin pretender resolverlos”. No es fácil. ¿Quién de nosotros osaría escribir sobre la puerta de su oficina o de su recamara: “vengan a mí, ustedes que están cansados y agobiados, que yo les daré reposo” (Mt 11, 28)? En todo caso, con frecuencia somos tentados a escribir lo contrario: “Para sus penas y dificultades, diríjanse con alguien más”. Así tocamos un punto crítico de nuestra vida cristiana. Esto va más allá del contacto con la gente común de la que estamos hablando: comprende el conjunto de nuestras relaciones y pone en juego “el solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5, 14).

Romper el capullo significa aceptar someterse a una suerte de expansión de uno mismo. Nuestro egoísmo es como un resorte que, cada vez que se estira, busca retraerse y regresar a su posición inicial. Frecuentemente, en la organización de nuestro tiempo o de nuestro trabajo, establecemos límites dentro de los cuales nos sentimos seguros; y si alguno viene a nosotros con su problema, descompone nuestro bien definido “mapa interior”, nos disturba, pone en tensión el resorte. En otras palabras, debemos salir de nosotros mismos para abrirnos, y esta es la condición previa de cada verdadero amor. Se necesita dinamismo, trabajo y coraje. Pero el resultado es una expansión real de uno mismo, una existencia expuesta, pero libre, una vida donada.

¿Hay una búsqueda de Dios en este comportamiento que hemos definido “apertura a los problemas”? La búsqueda de Dios es de hecho la aceptación progresiva de su amor. Queremos siempre darle más espacio, porque vemos que este es el objetivo más noble de la vida humana. Así, la expansión de sí mismo, de la cual hemos hablado, permite a Dios entrar en nuestros corazones y antes o después su amor será percibido por nosotros. La expansión de sí que acompaña el amor genuino hacia los otros intensifica el don de sí a Dios, también si en algunos casos esto no es vivido conscientemente. También para aquellos que no se dan cuenta (“Señor ¿cuándo te dimos de comer?) el Señor hace sentir sobre esta tierra, en un modo o en otro, sus palabras: “lo han hecho a mí”; “reciban en herencia el Reino” (M 25, 31-46).

Me doy cuenta que estoy diciendo algo que es claramente evidente. Cuando aceptamos movernos para ir a ver un enfermo, lo hacemos para confortarlo y ayudarlo, y lo que cuenta es mostrar afecto por aquel enfermo, que es diferente de Jesús o de Dios. Pero es cierto que nos movemos motivados por alguien que es por mucho mayor que el enfermo. Si él nos mira con reconocimiento, la consolación nos viene ciertamente de su gratitud, pero también de más lejos.

Esta experiencia, que osamos llamar “experiencia de Dios”, es percibida en modos diversos. Un cristiano me ha dicho: “¡cuando dejo el hospital, después de haber visitado los enfermos, me siento como un rey!”. Para otros, esta experiencia es algo parecido al “corazón ardiente” de los discípulos de Emaus. Para mí, después de tantos años transcurridos como párroco, estas no son más las grandes flamas del inicio. Pero múltiples experiencias me han conducido a tener esta certeza inquebrantable: en las misas con el pueblo, en los encuentros y en las oraciones en el barrio, en los contactos con personas angustiadas la presencia de la gente procura una paz, una seguridad, una suerte de alegría tranquila que viene de una realidad más profunda. Y no encuentro otra respuesta si no las palabras de Pablo: “Porque santo es el templo de Dios, que son ustedes” (1 Cor 3, 17).

En su escuela

Hasta ahora hablamos de la presencia escondida de Dios en el servicio ofrecido a las personas. Pero hay más. Está aquello que el pueblo nos enseña sobre Dios y sobre su Reino. No olvidemos que Dios tiene preparado algo para nosotros que encontraremos sólo en “los pequeños”. Jesús ha dicho: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños” (Lc 10, 21).

Vivir en actitud de servicio, pero sin tener un corazón de discípulo, es una trampa segura. Todos conocemos personas que “se cargan de trabajo”. Se entregan en alma y cuerpo, ayudan, no escatiman ningún esfuerzo para socorrer a los enfermos o enseñar. Y terminan exhaustos. ¿Qué es lo que sucede?

Existen diversos factores que pueden llevar a tales excesos. Entre éstos, el orgullo es una plaga en nuestra vida, y puede insinuarse, sin que nos demos cuenta, en nuestro modo de servir. Perseguimos una imagen de nosotros mismos de generosidad total, pero la idea de poder recibir algo, también espiritualmente, de parte de aquellos a los que servimos ni siquiera toca nuestra mente.  En el fondo se trata de llevar el servicio a sus últimas consecuencias: aceptar ser sus “siervos”, y que ellos sean nuestros “patrones” y, como tales puedan juzgarnos, enseñarnos y darnos su ayuda.

Reconozco que este es un campo en el que me falta mucho por hacer: acercarme a las personas con un corazón de discípulo; no sólo servir, sino acoger, para aprender y recibir. Esto se adquiere a través de muchos pequeños gestos: interesarse más en las personas que en el trabajo, aprender los nombres de aquellos que nos encontramos, pedirles consejo, observarlos para admirar aquello que hacen de bueno, escuchar su punto de vista, conocer sus hijos, etc. En una palabra, se trata de entrar en relación con las personas con un corazón de pobre, y esto no es fácil.

Una consecuencia inevitable de tal comportamiento, es hacerse de amigos. Y esta es la verdadera riqueza. De modo que podemos preguntarnos ¿Quién evangeliza a quién? Del comportamiento inicial de ser misioneros enviados a los pobres para evangelizarlos pasamos al comportamiento de dejarnos evangelizar por ellos: “¿Acaso Dios no ha escogido a los pobres a los ojos del mundo, que son ricos en la fe y herederos del Reino?” (St 2, 5). Por tanto, la síntesis es que nos evangelizamos mutuamente.

¿Y cuál es el evangelio que las personas nos anuncian? No es posible ponerlo por escrito, porque se vaciaría de su calor humano. Todo lo que se puede hacer es sugerir modos para indicar los focos donde la vida cristiana del pueblo resplandece y donde el religioso puede encontrar luz y consuelo.

Esperanza contra toda esperanza (Rm 4, 18)

Estar en relación con las personas significa entrar en contacto con la enfermedad y la muerte. En mi parroquia he tenido que atender tantas situaciones de malaria, de tuberculosis, de [Aids]. En muchos de estos casos la enfermedad ha causado la muerte de personas que no tenían que morir: niños, jóvenes, adultos.

En ocasiones se encuentra uno de frente a una muerte violenta. Jean Kisenda no tenía todas sus capacidades mentales, y tenía la costumbre de entrar en todas las casas solo por curiosidad, sin tomar nada. Formaba parte del grupo de fieles que no faltan nunca a misa, ni siquiera durante la semana. Las únicas cosas que ha tomado de la sacristía son los ornamentos litúrgicos, que la madre regresó después a la parroquia. Hace tiempo fue a dar un paseo en otro barrio de la ciudad. Dos días después de su desaparición supimos que había muerto. Había sido confundido con un ladrón, acuchillado cruelmente, y le habían llenado las orejas con petróleo. Su madre lo había visto pocas horas antes de su muerte. Las dos frases de Jean que ella me ha referido son estas: “perdono a todos aquellos que me han hecho algún mal” y “ofrezco mi alma a Dios”. Como Jesús, Jean ha sido castigado injustamente. ¿Es casualidad que haya repetido dos frases de Jesús sobre la cruz? La gente sufre y muere, y así prolonga la pasión de Jesús.

Dios en todas las circunstancias: hacemos la señal de la cruz antes de comer; una mujer dice: “Dios te bendiga”, en lugar de decir: “¡Gracias!, cuando alguien le ayuda a ponerse una carga sobre la cabeza. Todo esto es señal de una familiaridad con Dios que muestra cómo la filiación divina es una realidad vivida. Está también el espíritu de adoración y agradecimiento, una aceptación de Dios en cuanto Señor, cuya voluntad es acogida incondicionalmente. Está la petición llena de fe. Para este último aspecto, las personas refieren muchos ejemplos de gracia recibidos de Dios. Esto puede parecer ingenuo, pero los ejemplos son reales e ilustran cómo Dios responde efectivamente a sus oraciones.

En camino hacia la comunión

Un religioso que entra en contacto con la gente para ponerse a su servicio se vuelve inevitablemente en alguien popular. Muy pronto es conocido en el barrio, le dan un sobrenombre, los niños corren por la calle a saludarlo. Pero la popularidad es un poco como la bebida alcohólica, que produce una alegría efímera. Es una alegría ser conocido y apreciado por la gente, sin embargo la popularidad no es un remedio contra la soledad del corazón.

Más profunda que la popularidad entre las personas es la amistad con algunos, y más profunda que la amistad es la comunión con algunos. Los lazos de comunión son también una piedra importante en la espiritualidad del contacto con las personas. Sé por experiencia que la comunión nace y crece en la colaboración. Se colabora en la ayuda a los pobres, o en la catequesis, o en la comunidad de base. Y poco a poco se descubre que algunos se dedican al ideal del Evangelio más generosamente que a sí mismos.

Vivo siempre este descubrimiento con gran consolación. Muy frecuentemente la admiración que este ideal suscita y las oportunidades de compartirlo hacen que nazca una esperanza muy profunda. Se dan, a este nivel, lazos de caridad privilegiados. Es algo que va más allá de la simple alegría de trabajar juntos o de tener una afinidad de sentimientos: se sabe uno consciente de beber a la misma fuente y de compartir aquello que da sentido a nuestra vida; se trata de la presencia de Dios y la búsqueda de Dios vividas como una tarea común.

En la comunión encontramos todas las cualidades de la amistad, pero su origen y su dinamismo vienen del amor de Dios compartido. Las personas que tienen la gracia de acceder a este tipo de relaciones viven entre ellos, en el modo más profundo, las actitudes de servicio y acogida que he intentado ilustrar. Cuando se está unido, se experimenta la alegría de ayudarse el uno al otro y se siente uno mismo sostenido por los otros. Cuando se le separa, se sabe que  la unidad del ideal vivido en comunión es más fuerte que la distancia creada por la separación.

Conclusión

“Religión pura y sin mancha de frente a Dios Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus sufrimientos” (St 1, 27). Hemos buscado vías de devoción en la dirección indicada del apóstol Santiago. Sin ignorar el coraje y la energía necesaria para permanecer atentos a los hombres y a sus problemas, hemos querido subrayar la idea de que estos son una fuente de gracia y que ahí Dios se deja encontrar.

El tema no se ha agotado, y no creo haber expresado del todo correctamente la riqueza espiritual de aquellos que viven el Reino de Dios en medio a enormes dificultades materiales. Hay, de hecho, algo sagrado en ellos, y nuestro respeto por ellos no será jamás suficiente. “Porque santo es el templo de Dios, que son ustedes” (1 Cor 3, 17).